Por Carmen Posadas |
Paradójicamente, como no están todo el día mirándose el ombligo
ni comparándose con el vecino (¿tengo más que Fulano? ¿Soy más guapo/exitoso/respetado que Mengano?) encuentran la felicidad en esas pequeñas cosas que los demás damos por descontadas:
el amor de los nuestros, la satisfacción por el trabajo bien hecho, la alegría de un hallazgo inesperado.
No sé cuántos manuales de autoayuda se publican al año sobre cómo, cuándo y dónde encontrar la tan cacareada felicidad,
pero lo que sí sé es que, como señala Helena Béjar, «la modernidad está creando dos fenómenos interrelacionados que apuntan en direcciones opuestas: por un lado, el imperativo
cultural de la felicidad y, por otro, al aumento de la soledad, también la del suicidio». El suicidio es de los pocos tabúes sociales que existen. No se habla de ellos en los medios de comunicación, pero aun así las estadísticas apuntan que en España se producen diez suicidios diarios, lo que se traduce en que más personas mueren al año por esta causa que víctimas de accidentes de tráfico en el mismo periodo (3979, frente a 1180).
En los Estados Unidos, las cifras se han multiplicado entre los más jóvenes, en especial, después del éxito de Por trece razones, una serie de Netflix en la que una adolescente graba en vídeo las trece razones por las que decide quitarse la vida. Se calcula que desde su estreno los
suicidios en la franja de edad de diez a diecisiete años aumentaron en un 28,9 por ciento. Hay que señalar, además, que el suicidio no es patrimonio solo de depresivos, de inmaduros o de perdedores. Entre
personas de éxito, los casos son más que llamativos. Grandes de la moda con Alexander McQueen o la novia de Mick Jagger, L’Wren Scott, eligieron no hace mucho tomar ese camino. Como también lo hicieron
hace unos meses el aclamado chef Anthony Bourdain, o el millonario y ultratatuado modelo Zombie Boy.
Entre los llamados influencers, las cifras son desoladoras, sobre todo por la corta edad de sus víctimas. Como Celia Fuentes, a quien su padre encontró ahorcada en el hueco de la escalera, o el de la bloguera o cantante Hanna
Stone, de dieciséis años. Los expertos señalan que quienes como ellos están expuestos a un permanente escrutinio y a la tiránica presión de estar a la altura de las expectativas de
sus seguidores viven en un infierno. En mayor o menor medida, esto es cada vez más común. Vivimos rodeados –yo diría sitiados– por otras personas y, a la vez, más solos que nunca. Si
a esto unimos ese ‘imperativo de la felicidad’ del que habla Helena Béjar –uno que nos obliga a ser los más guapos, los más triunfadores, los más felices– ya tenemos todos
los ingredientes que conforman la más perfecta infelicidad. Y esto, además, en un mundo en el que todos debemos fingir ser enormemente dichosos porque ese es el nuevo y tiránico mandato social. Por eso,
no es de extrañar que proliferen esos tontos libros de autoayuda que prometen soluciones mágicas.
El problema es que todos esos manuales se basan en hacernos creer en otra ficción moderna. La de que ser feliz es solo un acto de voluntad: quiero ser
feliz y lo soy, yo todo lo puedo, abracadabra. Sin embargo, lo que se consigue con esta creencia no es más que una nueva fuente de infelicidad. Como es mentira que ser feliz sea un acto de voluntad y la realidad es
tozuda, el 80 por ciento de las personas no solo no logra su objetivo, sino que, además, se ve obligada a fingir que sí lo ha logrado; por tanto, más impostura y más fracaso. ¿De veras vale
la pena tanto autoengaño? ¿No sería mejor dejar de buscar la felicidad donde todos sabemos de sobra que no se encuentra?
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