Por James Neilson |
¿Significaría amnistiar a los corruptos? ¿Pedirles a los integrantes de un gobierno nuevo y sus cómplices que sólo roben 18.000 millones de dólares,
no los más de 35.000 millones que, según el titular de la Unidad de Información Financiera, Mariano Federici, robaron los Kirchner y sus amigos en la década que ganaron? Bien que mal, no es concebible una “tercera vía”, o una “ancha avenida del medio”, entre lo propuesto por el gobierno de Mauricio Macri o por algunos peronistas y el kirchnerismo. Equivaldría a declararse neutral entre el torturador y el torturado.
Por ser tan enormes las diferencias que separan a Macri de Cristina, no sorprende que los políticos que han procurado brindar la impresión de ocupar un lugar equidistante
de los dos hayan visto disminuir sus posibilidades. Si uno se opone a la corrupción rampante, aunque sólo fuera por entender que hace mucho más difícil la relación del país con los
miembros más ricos y poderosos de la comunidad internacional, tan puritanos ellos cuando de los pecados financieros se trata, no sería factible acercarse al kirchnerismo.
Asimismo, ensañarse con Macri porque los resultados concretos de su gestión han sido magros sin por eso oponerse frontalmente al “rumbo” que ha emprendido,
es demasiado ambiguo como para atraer a sectores que son conscientes de que el orden sociopolítico actual es inviable en un mundo cada vez más competitivo pero preferirían que otros pagaran los costos
de las reformas que intuyen son indispensables. La actitud asumida por quienes insisten en que el estado deplorable de la economía se debe a los errores cometidos por Macri sería más convincente si ellos
mismos se destacaran por su rigor administrativo pero, huelga decir, los peronistas nunca se han distinguido en dicho rubro.
Para más señas, hasta ahora los presuntos centristas no nos han informado con precisión lo que harían en el caso de que uno consiguiera desbancar a Macri.
Tal omisión refleja cierto desprecio por el electorado. Hubo un tiempo en que, antes de ponerse en marcha una campaña electoral, los políticos preparaban programas de gobierno detallados. Eran tan ingenuos,
tan poco profesionales, que suponían que los votantes querían saber algo sobre las medidas que tomarían si les tocara ganar. No entendían que lo que más importaba era la imagen y que por
lo tanto deberían contratar a expertos en la venta de productos. ¿Y lo demás? Una vez en el poder, todo se arreglaría.
Quienes piensan así todavía aluden al célebre debate televisivo de 1960 en que el joven John F. Kennedy logró superar al nada glamoroso Richard Nixon que
hasta entonces lo había aventajado en las encuestas y que, a juicio de los que habían seguido el intercambio por radio, salió mejor parado. Para ellos, fue un momento histórico. Tienen razón:
desde entonces, con la ayuda de asesores de imagen, los candidatos a puestos electivos no sólo en Estados Unidos sino también en muchos otros países se esfuerzan por convencer a los votantes de que son
buenas personas que, si no fuera por la maldad o estupidez de sus rivales, se limitarían a repartir beneficios.
Es lo que está sucediendo aquí. Por ahora cuando menos, tanto los peronistas moderados de Alternativa Federal –Miguel Ángel Pichetto, Juan Manuel Urtubey y,
si es que no han abandonado “el espacio”, Sergio Massa y Roberto Lavagna–, como sus compañeros más vehementes del kirchnerismo, son reacios a dejarse incomodar por realidades ingratas. Dan a
entender que la gravísima crisis que está sufriendo la Argentina es culpa casi exclusiva de Macri, un sujeto tan perverso que, según algunos militantes enardecidos, además de arruinar la economía
nacional está detrás de los femicidios por su afición al “capitalismo patriarcal”.
Puede que Macri mismo tuviera algunas ideas similares antes de triunfar en las elecciones de 2015, pero ya habrá aprendido que gobernar un país que se cree mucho más
rico de lo que realmente es sin decepcionar a sus partidarios originales, y ni hablar de congraciarse con aquellos opositores que en términos generales comparten sus ideas acerca de lo que será necesario hacer
pero pertenecen a otras agrupaciones, dista de ser tan fácil como habría imaginado. Aunque, presionado por sus socios radicales, Macri haya reconocido que para llevar a cabo las reformas estructurales que tiene
en mente le sería forzoso contar con el respaldo decidido del ala “racional” del peronismo, hasta que el país salga de la niebla electoral que lo cubre, su destino, y aquel de la Argentina, dependerá
de los votantes de los que muchos, por motivos comprensibles, se sienten perturbados por la confusión imperante.
Estos saben que la situación en que se encuentra el país es mala, pero desconfían de quienes se afirman en condiciones de solucionar los problemas más preocupantes
con su mera presencia en la Casa Rosada. Sospechan que demasiados políticos están más interesados en aprovechar las penurias de la gente que en aliviarlas.
No se equivocan. Para muchos, la miseria siempre ha sido una fuente valiosa de votos y por lo tanto de poder y dinero.
Están acostumbrados a movilizar a los desesperadamente pobres para que hagan número en los actos que organizan donde simulan sentir entusiasmo por “el carisma” de alguno que otro candidato. Es lo
que les permite aferrarse a un lugar en la costosa clase política nacional. Desde el punto de vista de quienes ven en la militancia nada más que una salida laboral, los principios y las ideas son lo de menos,
de ahí la voluntad de los más vivos de cambiar de camiseta como hacen los futbolistas profesionales, vinculándose con el kirchnerismo un día y el macrismo el siguiente.
A los políticos les encantan las campañas electorales que, además de tener un tufillo deportivo, les permiten tomar vacaciones de las aburridas tareas administrativas.
Pero no es sólo por eso que en casi todas las provincias los dirigentes optaron por separar las elecciones locales de las nacionales. También incidió el temor a verlas contaminadas por las dudosas imágenes
respectivas de Macri y Cristina, lo que es lógico puesto que no hay forma de predecir cómo evolucionarán en los meses próximos. Según parece, la de Macri está recuperándose
poco a poco del bajón que sufrió meses atrás al agitarse los mercados cambiarios y arreciar la inflación, mientras que el espectáculo de Cristina sentada en el banquillo de los acusados como
jefa de una “asociación ilícita”, o sea, banda de ladrones, podría ayudar a deslustrar la suya.
Así las cosas, estamos en medio de una competencia entre un hombre que en opinión de sus muchos críticos es un ajustador serial derechista que ha sido incapaz de
manejar la economía con un mínimo de eficacia, y una mujer, representada tal vez fugazmente por uno de sus críticos más feroces, que conforme a las pautas que rigen en la mayoría de los países
del mundo desarrollado es asombrosamente corrupta, ya que, por ser tan contundente la evidencia que se ha acumulado, a esta altura sería ridículo tomarla por una víctima inocente de una campaña
de difamación jurídica y mediática magistral urdida por los macristas.
A ojos del oficialismo, en octubre y, lo que es más probable, en noviembre, la ciudadanía tendrá que elegir entre la decencia y la restauración de una cleptocracia.
Para el grueso de la oposición, el asunto no es tan claro: en su opinión, la gente optará entre el ajuste permanente y el retorno de lo que en estas latitudes es la normalidad representada por personajes
que tal vez roben un poquito pero quieren mucho a la gente común y quisieran reactivar la economía estimulando el consumo. No es que todos los peronistas y sus compañeros de ruta aprueben la corrupción,
es que la creen de importancia relativa. Por lo demás, saben que en Italia y Brasil, las cruzadas en su contra han hecho estragos en la clase política tradicional.
Macri cuenta con el apoyo de los líderes de todos los países democráticos no porque les guste su estrategia económica o valoren su voluntad evidente de desempeñar
un papel constructivo en los asuntos internacionales sino porque los desconcierta que, a pesar de todos los muchos cargos bien documentados en su contra, Cristina haya conservado el apoyo de más del treinta por ciento
de la población. ¿Es que una minoría sustancial de los argentinos no sabe que robar es malo? Con razón o sin ella, piensan que sería inútil esperar que una sociedad en que tantos suportan
con ecuanimidad el saqueo sistemático podría recuperarse un día de sus heridas autoinfligidas y que, de todas maneras, sería mejor mantenerla a raya para que no contamine a las demás.
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