Por Carmen Posadas |
Pero eran casos extravagantes y aislados que, todo lo más, despertaban una conmiseración censora en quien los leía o escuchaba o, en el peor de los casos, algún choteo poco caritativo.
Ahora, en cambio, esa enorme ventana abierta a la intimidad del prójimo que son las redes sociales produce un efecto imitación que hace que, cuando
se produce una noticia de esta naturaleza, un sinfín de memos en el mundo entero intenten poner en práctica supongamos que la asfixiofilia para ver qué pasa: ¿será verdad que aumenta por diez
el placer sexual? ¿Se puede practicar en grupo? ¿Será la solución a mis problemas de impotencia/frigidez, etcétera? La última idiotez de moda está relacionada con la asfixia, pero
ni siquiera promete explosivos orgasmos. Lo llaman ‘el juego de la muerte’ y quienes se embarcan en él son cada vez más jóvenes.
Hace unas semanas, por ejemplo, una niña de doce años fue trasladada al hospital por el equipo de Protección
Civil después de someterse a este juego que consiste en dejarse estrangular por alguien hasta perder la conciencia. Este estrangulamiento, cuya forma de llevarlo a cabo puede verse en Internet con lujo de detalles, consiste en comprimir las arterias que riegan el cerebro, lo que genera una disminución del flujo sanguíneo
y, por tanto, una reducción de la cantidad de oxígeno que llega a las neuronas. ¿Dónde está la gracia? –se preguntarán ustedes (y yo también)–. Pues por lo visto,
y supuestamente, justo antes de perder la conciencia se produce una liberación de endorfinas y dopamina que genera una sensación de gran euforia. A cambio, el juego de la muerte puede provocar daños cognitivos
irreversibles, crisis epilépticas, trastornos en el lenguaje y lesiones en la retina.
Pero nada de esto importa ante la frase que desde la noche de los tiempos precede todas las imbecilidades: ¿a que no te atreves? Hay quien dice que estas
y otras prácticas responden a una necesidad del ser humano, y en concreto de los jóvenes, de experimentar sensaciones fuertes y/o a la necesidad de sentirse aceptados por el grupo. Sin duda, es así, pero
yo creo que aún más fuerte es el placer de mojarle la oreja al prójimo. De demostrarle que uno sí se atreve y que, por tanto, es más osado, más valiente, más macho que nadie.
Y el adjetivo ‘macho’ en este caso también se puede aplicar a las mujeres, porque nosotras, que antes nos mostrábamos más prudentes ante este tipo de retos absurdos, ahora queremos hacer ver
que somos igual de valientes que ellos. Como si la valentía consistiera en eso. Tontos y fatuos han existido siempre, pero el dato nuevo es que las redes sociales multiplican su número por millones. Por un puñado
de likes, la gente pierde la cabeza. Y en el más literal sentido de la palabra. La posan (previa activación, naturalmente, del botón de grabar
vídeo en su teléfono) sobre la vía del ferrocarril y juegan a ver quién aguanta más antes de que llegue el tren; la meten en un estanque lleno de pirañas a ver qué pasa. Los
retos son cada vez más estrafalarios y peligrosos, y a ver si salgo en los telediarios.
Y mientras tanto nosotros, los viejos, que tras muchas meteduras de pata y no poco arrepentimiento estamos curados del hipnotizador efecto del ‘¿a
que no te atreves?’, observamos atónitos e impotentes cómo caen víctimas de él niños cada vez más pequeños. ¿Se puede hacer algo al respecto? Lo único que
se me ocurre es recordarles que saber decir ‘no’ es mucho más valiente (y también más admirable incluso para esos amigos a los que se intenta impresionar) que acceder a sus deseos de hacer
el imbécil.
© XLSemanal
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