Por Marcos Aguinis |
Se suponía que el progreso tecnológico elevaría a las sociedades a mejores condiciones de vida. Se suponía, también, que este progreso sería
indefinido. En efecto, el positivismo se había instalado como una tendencia imbatible. Sin embargo, paradójicamente, fue este extraordinario desarrollo de la técnica el que impulsó la masacre de
la Primera Guerra Mundial, que significó un salto cuantitativo sin precedente en la historia en cuanto al número de muertos en combate.
Lo que sería la solución de todos los males de las sociedades produjo, contrariamente, una abismal decepción. Años después, muchos historiadores verían
en el hundimiento del Titanic, en 1912, una metáfora anticipatoria de este mundo de finales de siglo XIX y principios del siglo XX: el Titanic, el barco que no se podía hundir debido a que era él mismo
producto de esa técnica en la que se tenía confianza ciega, no sobrevivió a su primer viaje. El ser humano dejó de pensar que era decisiva la condición frágil de la humanidad. Fue
ridículo desplazar esa condición a la tecnología.
El Tratado en sí implicó grotescos errores basados en la venganza y la soberbia. Se puso fin a las hostilidades, pero esa paz fue endeble y casi artificial. El economista
británico John Maynard Keynes la definió como una "paz cartaginesa". En gran medida esto fue así debido a las exorbitantes imposiciones que se adoptaron contra el sector vencido, encarnado principalmente
en el Reich alemán. Se obligó a Alemania a ceder gran parte de su territorio y colonias, a entregar material militar, a reducir su Ejército, a suprimir el servicio militar obligatorio y a pagar una indemnización
gigantesca. Sobre todo esto se agregó una cláusula moral mediante la que Alemania debía reconocer su unilateral responsabilidad por haber comenzado la guerra y generado tanto sufrimiento.
El Palacio de Versalles fue el sitio donde tuvo lugar una sucesión de venganzas y reivindicaciones. Allí, anteriormente, a fines del siglo XIX, se había puesto fin
a la larga y sangrienta guerra franco-prusiana, a cuyo desenlace los alemanes habían impuesto una dura paz a Francia y conseguido apropiarse de las provincias de Alsacia y Lorena, ricas en carbón y hierro. Esa
apropiación tuvo múltiples consecuencias porque incluso sus habitantes comenzaron a hablar alemán. Esta situación generó un gran resentimiento en Francia, que terminaría manifestándose
en el Tratado de Versalles, cuando ese país logró recuperar las provincias. Se trató de idas y venidas que marean incluso a los historiadores y ponen en evidencia cómo la moral de los dirigentes
se supedita a las ambiciones más primitivas y repudiables, generando ríos de sangre y sufrimiento.
Algunos cerebros más objetivos se desprendieron de la tendencia predominante y trataron de ver más allá de esa jungla cargada de afanes vengativos. En este punto,
es importante jerarquizar las palabras del mariscal francés Ferdinand Foch, que participó en las negociaciones de paz y se atrevió a expresar lo siguiente: "Este no es un tratado de paz, sino un armisticio
de veinte años". Son palabras de enorme energía profética porque, en efecto, veinte años y sesenticuatro días después estalló la Segunda Guerra Mundial. Hoy, una de las
avenidas más importantes de París, que desemboca en el Arco de Triunfo, honra su memoria.
La humillación impuesta por las potencias vencedoras a Alemania más la crisis económica que creció en Europa Central y especialmente en ese país alimentaron
el desarrollo de una fuerza monstruosa e impredecible como fue el nazismo. Hitler, un sargento primitivo e ignorante, consiguió el apoyo de multitudes enceguecidas que buscaban venganza y pan. Por eso, no le costó
mucho generar una tendencia hipernacionalista absurda. El primer objetivo fue incorporar a los países que rodeaban a Alemania. De esta forma violaba una de las cláusulas del Tratado que, en efecto, prohibía
a Alemania la expansión territorial. Debido a esa razón, consiguió una admiración poderosa cuando empezó a hablar del espacio vital. Esta fórmula novedosa e ilógica incluía,
en primer lugar, la vecina Austria.
Es curioso cómo en situaciones de este tipo poblaciones muy numerosas adhieren con extrema ceguera. Los mismos austríacos la apoyaron regalándole su soberanía
y recibiéndolo como un héroe. La palabra con la que se designó ese momento trágico fue Anschluss, que significa anexión. De la misma forma, las poblaciones sometidas a la dictadura nazi fueron celebrando las violaciones sucesivas del Tratado de Versalles mediante
el apoyo a la creación de milicias y a las manifestaciones agresivas en todos los frentes. En otras palabras, la paz que se suponía que se había firmado en Versalles iba cayéndose como un cristal
roto a pedradas. De ahí la certeza de algunos sociólogos que han definido las consecuencias del tratado menos como una causa que como una excusa para afiebrar los ánimos que permitieran catarsis inéditas
que llevaron a sucesivas monstruosidades.
La Sala de los Espejos, en donde se rubricó el Tratado, cuya belleza es indiscutible, fue el escenario de las firmas. Es curioso cómo el arte que allí se desplegó
no pudo frenar las ambiciones de los diversos líderes. Cuando Luis XIV concibió esta sala, los espejos habían sido pensados como símbolo de esplendor económico y para suplir la disminución
lumínica; el enfrentamiento del este y el oeste generaba una luz permanente. Fue un truco muy hábil de los arquitectos para iluminar de forma continua esta sala de superior belleza.
Sin embargo, el arte que allí pretendía engrandecer la condición humana no consiguió ese objetivo. Al contrario, las fragilidades de esta condición
terminaron predominando sobre el deseo de superarla. Hasta la actualidad ese sitio genera sorpresa y estupor. Ojalá que el deseo de convertir la Sala de los Espejos en un sitio de maravilla se mantenga vivo y en el
futuro sea posible superar la oscuridad y los quiebres de las pulsiones primitivas que aún habitan en los seres humanos.
© La Nación
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