Por Juan Manuel De Prada |
Pero lo cierto es que todas estas doctrinas políticas (hoy devaluadas en ideologías para consumo de masas) se basan en las mismas premisas filosóficas; y, en todo caso, constituyen conflictos
intestinos en el seno de la revolución.
Pero la mayor parte de la gente, con las meninges tupidas por la farfolla moderna, ya no sabe reconocer los principios políticos tradicionales. En las sociedades modernas ha cundido
–Gambra lo señala en algún pasaje de su obra– un hondo malestar, «una irritación de gran amplitud que no sabe cómo manifestarse ni adquirir efectividad». Esa irritación
adquiere manifestaciones en apariencia contrarias: hay quienes se revuelven contra los ataques a la institución familiar, contra la imposición de una ‘cultura de la muerte’ o la intromisión
gubernativa en la educación; hay quienes claman contra la depravación del capitalismo global, que condena a la miseria y el desarraigo a las nuevas generaciones y desmantela las economías nacionales, favoreciendo
la concentración de la propiedad, la usura y la especulación financiera; hay quienes, en fin, se rebelan contra la desmembración de la patria, la inmigración descontrolada o la delincuencia cada
vez más ufana. Y, para combatir ese malestar hondo que se manifiesta de diferentes formas, la gente se adhiere a tal o cual ideología, pensando que en los demagogos que las defienden encontrará la solución
a sus cuitas. Pero tales soluciones serán parciales, fragmentarias, insatisfactorias… y, con frecuencia, sólo contribuirán a enconar más aún la calamidad que pretenden combatir. Pues
para combatir las causas de ese malestar o irritación profunda es precisa, frente a las visiones ideológicas sesgadas, una visión armónica que permita unificar en su significación profunda
el conjunto de males de apariencia disímil que nos perturban. Y esa visión armónica sólo puede brindarla el pensamiento tradicional.
Para desprestigiar la tradición, la modernidad tiende a identificarla con formas de vida periclitadas o con un pasado por fortuna enterrado. Y, como señala Gambra, confunde
a la persona de pensamiento tradicional con un nostálgico enfermizo que trata de «reproducir, punto por punto, lo que se dio en otro tiempo; o quizás con los que, por oscuros atavismos religiosos, se aíslan
del mundo, como los amish, y forman comunidades de vida pretérita para asegurar su propia salvación». Pero el pensamiento tradicional no quiere revivir el pasado, sino que quiere recuperar, una vez quebrada la tradición, «los principios que la inspiraban y la experiencia acumulada a su calor, para darles renovada vitalidad a tenor de las circunstancias presentes». Frente al conservador, ese progresista paralizado que deja pudrir el meollo y se obstina
en mantener artificialmente una cáscara podrida, el tradicional quiere mantener vivo un meollo que brinde su savia a una nueva cáscara. Por eso la tradición es exactamente lo contrario del conservadurismo
(como también lo es del progresismo, que envenena la savia, o la sustituye por drogas euforizantes). Frente a liberales y totalitarios, el pensamiento tradicional –citamos de nuevo a Gambra– «no concibe
la sociedad ni como multitud disgregada ni como unidad monolítica; no percibe al hombre como ángel materializado ni como un robot de especial complejidad; no admite despotismo alguno, pero no tolera la anarquía;
no reduce la política a la economía, ni prescinde de ella; no confina la religión a la conciencia, pero tampoco concede al sacerdocio poder político; y es partidario de la monarquía templada,
que no absoluta».
En El pensamiento tradicional y sus enemigos, quienes deseen iniciarse en la única alternativa política verdadera al pútrido zurriburri ideológico imperante encontrarán reflexiones jugosísimas sobre las formas de
gobierno, sobre los conceptos antípodas de patriotismo y nacionalismo, sobre el bien común y sobre las fuerzas que, desde posiciones aparentemente contrarias (pero con premisas compartidas), conspiran en su destrucción.
Un libro, en fin, para disidentes auténticos, y no de pacotilla.
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