Por Juan Manuel De Prada |
La reverencia con que ha sido tratado el difunto Rubalcaba
ha sido, en verdad, extraordinariamente llamativa; pues en vida fue siempre un político muy discutido, tenido por astuto (por sus partidarios) o marrullero (por sus detractores), de verbo afilado y muy dotado para la
intriga.
Rubalcaba no era, desde luego, ese ‘hombre de Estado’ con el que grotescamente sus panegiristas de todo el ‘espectro ideológico’ han fantaseado; por el
contrario, era un ‘hombre de partido’, que por beneficiar al suyo urdió todo tipo de enredos y trapisondas. Pero nadie puede negar que, en efecto, fue un hombre inteligente; no al modo del sabio de inteligencia
regida por principios inmutables, sino al modo del hombre práctico que la aplica más a los medios que a los fines (y también, por cierto, inteligencia maquiavélica que, por alcanzar el fin ansiado,
no desdeña recurrir a ningún medio). Y tal vez por eso en su muerte ha sido tan llorado; pues, comparado con los políticos que hoy se reparten por todo el ‘espectro ideológico’, fatuos e inanes, con sus currículos apócrifos,
sus poses cosméticas, su inanidad de botarates con ínfulas, un maniobrero como Rubalcaba parece, en comparación, Pericles.
Pero lo cierto es que Rubalcaba no tenía ninguna de las condiciones propias del político eminente (como, desde luego, no las tienen tampoco los mindundis que hoy están
subidos al machito). Pues el político eminente necesita, ante todo, percepción del bien común; y, a renglón seguido, pasión para realizarlo. La percepción del bien común exige,
a su vez, excelencia humana y una mente ‘arquitectónica’, una visión de águila que permita ver con claridad el entramado de cosas visibles e invisibles que forman el bien común. No puede
haber político eminente, en cambio, cuando hay mezquindad en la persona y visión gallinácea que busca el bien particular de una familia, gremio o clase, como ocurre hoy con los mindundis de todo el ‘espectro
ideológico’, que están destruyendo o dejando destruir la mancomunidad de los pueblos de España y convirtiéndola en un amontonamiento de intereses particulares.
Pero al político eminente no le basta con tener percepción del bien común; tiene que tener también la pasión para alcanzarlo, la voluntad constante
de llevarlo a cabo. Y esa voluntad constante exige desdén hacia las politiquerías propias de nuestro tiempo (el mefítico ‘consenso’, que es siempre el lugar de encuentros de la gente sin principios);
y exige, asimismo, mucho coraje personal para soportar los embates de los sectarios que pretenden imponer intereses particulares. Se puede tener clara percepción del bien común y muy escasa voluntad o pasión
para llevarlo a cabo; y esta mezcla puede ser explosiva, pues acaba generando desistimiento (Benedicto XVI podría ser un ejemplo muy evidente de clara percepción del bien común y voluntad débil
para llevarlo a cabo).
Naturalmente, estas dos condiciones fundamentales del político tienen que estar atemperadas por la virtud de la prudencia, que –como nos enseñaba Aristóteles–
es una virtud que alberga dentro de sí otras muchas virtudes: la fortaleza para abordar con decisión situaciones delicadas; la templanza para inhibir nuestros ímpetus naturales; la previsión que
nos permite anticipar las consecuencias de nuestras decisiones; la provisión que nos sugiere el modo de intervenir en su curso, para evitar que nos resulten desfavorables; y, en fin, la circunspección, que –como
su etimología indica– nos permite «mirar en derredor», explorando el entorno de nuestra acción, considerando si –más allá de que sea justa— concurren circunstancias
que la hacen inoportuna.
Cuando todas estas virtudes concurren en la percepción y en la pasión del bien común nos hallamos ante el político eminente. Lo que hoy padecemos no son sino
‘hombres de partido’, encomendados –con mayor o menor inteligencia– a tareas destructivas.
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