Por Carlos Ares (*) |
Menem, de pie, sostenido por Leopoldo Moreau y Agustín Rossi, despide al cortejo que sale encubierto desde el Senado. Pichetto, Gabriela Cerruti y Kicillof arrojan pétalos
de rosa al paso. Las damas de honor, Diana Conti, Débora Giorgi y Nilda Garré, le huelen la cola. Parrilli, Alberto Fernández y un tal Plaini se hunden en un pozo ciego para que ella pueda pisar sus cabezas
sin rozar los Báez, Boudou y Manzanares que flotan a su alrededor.
A las puertas de la catedral, Guillermo Moreno, Vera, Eduardo Valdez y la guardia de hierro del Papa manipulan el botafumeiro. Avivan el fuego sagrado y venden el humo a los cronistas
acreditados como propios. Vigilan el patrimonio doctrinario. El culo de la estatua del General no se toca. No se mete mano en los crímenes de López Rega, los bustos de Isabelita, las cajas de seguridad de Néstor,
de Máximo, de la nena, ni en los tajos, rajas, bóvedas, hoteles o cuentas donde se ocultan los canutos.
La misa en escena va a comenzar. Hay que aumentar la limosna, ordena Moreno a Mariano Recalde, Juan Cabandié y el Cuervo Larroque. Con lo que cuestan las operaciones mediáticas,
las cremas reparadoras y el maquillaje, no hay comisión de la patria que alcance. Si van a robar, respeten los porcentajes a repartir y los códigos. No nos pisemos entre nosotros la manguera de los empresarios
a los que apretamos.
Los aspirantes a un carguito se mojan los dedos con el agua bendita que meó De Vido. Se hacen una señal en la frente y prometen que van a descontar la comisión de
retorno. Con los deditos todavía húmedos me cuentan los billetes del diezmo a depositar, pide Moreno. No vaya a ser que se les quede alguno pegado. Todo va a la gorra, los gordos que recaudan, comisarios Samid
y D’Elía.
Volvimos, suspira satisfecho Aníbal Fernández. Lleva como ofrenda, goteando todavía, uno de los bidones de nafta con los que alimentó el incendio y los saqueos
del Conurbano desde fines de los 90. Grabois manda apartarlo de la fila. De anteojos negros y bigote, Aníbal reacciona. ¡Correctivo, correctivo!, pide. Cuatro barras de Quilmes se lo dan. Doblado como un bicho
bolita, Aníbal entra cómodo en el baúl del auto en el que se lo llevan prófugo.
Evacúen intestinos, vacíen vejigas, ordena Moreno, la peregrinación de rodillas hasta octubre es larga. Massa, Urtubey, Lavagna, orinen sobre algún rescoldo,
una brasa, un índice falso del Indec, una extorsión, un escrache, apaguen todo lo que recuerde qué hicimos y a quiénes enviamos a la hoguera. Aprovechen para medirse en las Paso. A ver quién
la tiene más larga. Felipe Solá, das vergüenza ajena. Scioli, el brazo ortopédico no suma. Lavagna, viejo, la tuya no levanta.
Una caravana de coches negros se estaciona en la entrada. Matones y serviles abren las puertas traseras. Los capos sindicales de toda la vida, Barrionuevo, Moyano, Cavalieri, Gerardo
Martínez, Andrés Rodríguez, ajustan sus anteojos negros y bajan. A los coches les suceden combis con intendentes del Conurbano y las provincias. Algunos, deslumbrados por las luces, se limpian en la solapa
un polvo blanco.
Tinelli saluda a todos: “¡Buenas noches, Cristóbal, zafamos!”. Le piden que baje el tono. Sus gritos podrían derrumbar el delicado equilibro del armado.
Más calmo, se seca un hilo de baba y anuncia: “Conforme a lo establecido por la historia de siempre, junto a todas las emisoras que integran la cadena nacional, con motivo de la posible restauración del
peronismo en el poder, habla al país...” .
(*) Periodista
© Perfil.com
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