Por Mario Vargas Llosa |
Me conmueve ver, en el Museo Franz Kafka, muchas páginas de su Carta al padre, que nunca envió. Tenía una letra enrevesada y saltarina que, a ratos, parecía dibujitos de cómics. Esa enorme carta fue lo primero
que leí de él, cuando era adolescente. Me llevaba muy mal con mi padre, al que le tenía pánico, y me sentí totalmente identificado con ese texto desde las primeras líneas, sobre todo
cuando Kafka acusa a su progenitor de haberlo vuelto inseguro, desconfiado de todos, de sí mismo y de su propia vocación. Recuerdo con un escalofrío aquella frase en la que Kafka explica su inseguridad
hasta el extremo, dice, de no confiar ya en nadie ni en nada, salvo en el pedacito de tierra que pisan sus pies.
Este museo, sea dicho de paso, es el mejor que he visto nunca dedicado a un escritor. Su penumbra, sus pasadizos laberínticos, sus hologramas, las películas ruinosas de
la Praga de su tiempo, los grandes cajones misteriosos que no se pueden abrir, y hasta la tierna canción en yiddish que entona una muchacha que parece de carne y hueso (pero no lo es) no pueden ser más kafkianos. Todo lo que se sabe de él está expuesto allí
y de manera sutil e inteligente. Las fotos muestran la trayectoria fugaz de los 41 años que vivió; aparece de niño, de joven y de adulto, la figurita estilizada, la mirada penetrante y sus grandes orejas
curvas de lobo estepario.
Hay un texto maravilloso escrito cuando, recién recibido de abogado, acaba de empezar a trabajar en una compañía de seguros (de ocho a nueve horas diarias, seis
días por semana), afirmando que este trabajo asesinará su vocación, porque ¿cómo podría llegar a ser un escritor alguien que dedica todo su tiempo a un estúpido quehacer alimenticio?
Salvo los rentistas, todos los escritores del mundo se habrán hecho preguntas parecidas. Pero lo que no suele hacer la mayoría de ellos, éste lo hizo: escribir casi sin parar en todos los momentos libres
que tenía y, aunque publicara muy poco en vida, dejar una obra que, incluidas sus cartas, es de muy largo aliento.
Nada me parece más triste que alguien que sentía intensamente esa vocación y que, como Kafka, fue capaz de escribir tantos libros, jamás fuera reconocido
mientras vivía y sólo póstumamente se advirtiera que fue uno de los grandes escribidores de todos los tiempos (W. H. Auden lo comparó con Dante, Shakespeare y Goethe y dijo que él, como aquellos,
era la síntesis y el emblema de su época). Las cosas que publicó en vida pasaron prácticamente desapercibidas, y eso que entre ellas figuraba La metamorfosis. El pedido a su amigo Max Brod de que quemara sus inéditos revela que creía haber fracasado como escritor, aunque, tal vez, le quedaba alguna
esperanza porque, si no, los hubiera quemado él mismo.
A propósito de Max Brod, uno de los pocos contemporáneos que creían en el talento de Kafka, hay ahora, con motivo de la aparición del libro de Benjamin Balint Kafka’s Last Trial, una resurrección de los ataques que ya le hicieron en el pasado, incluso críticos e intelectuales tan respetables como Walter Benjamin
y Hannah Arendt. ¡Vaya injusticia! El mundo debería estar siempre agradecido a Max Brod, que, en vez de acatar la decisión de ese amigo al que quería y admiraba, salvara para los lectores del futuro
una de las obras más originales de la literatura. Brod pudo exagerar en su biografía y sus ensayos sobre Kafka la influencia que ejerció el misticismo judío en él, y, acaso, se equivocó
dejando en su testamento los inéditos que quedaban a la señora Esther Hoffe, con la que el Estado judío y Alemania han estado litigando muchos años por aquellos textos (finalmente fue Israel quien
se los quedó), tema sobre el que versa el por otra parte estrambótico libro de Benjamin Balint. No debería leerlo nadie que goce de verdad leyendo a Kafka. Quienes lo atacan tendrían que ser conscientes
de que nada de lo que dicen en sus análisis sobre Kafka hubiera sido posible sin la decisión extraordinariamente sagaz de Max Brod de rescatar esta obra esencial.
Hermann Kafka, el destinatario de la impresionante carta que su hijo nunca le envió, era un judío humilde, que no tuvo roce alguno con la literatura. Se dedicó al
comercio, abriendo tienditas de pasamanería que tuvieron cierto éxito y elevaron los niveles de vida de la familia. Pero en él había algún germen de excentricidad kafkiana porque ¿cómo
es posible que se pasara la vida cambiando de apartamentos, incluso dentro de una misma manzana? Las guías dicen que se mudó 12 veces de residencia y que no menos mudanzas experimentaron sus tiendas. La familia
se consideraba judía y hablaba alemán, como la mayoría de los checos entonces, y no era particularmente religiosa. Kafka tampoco lo fue, por lo menos antes de que llegara a Praga aquella compañía
de teatro en yiddish que lo impresionó tanto. El museo documenta muy bien los efectos de esa experiencia, el empeño con que se puso a estudiar
hebreo (que nunca llegó a aprender), a leer libros sobre el hasidismo y otros movimientos místicos, así como el muy bello texto que escribió sobre aquellos actores y actrices que hacían teatro
en yiddish, malviviendo de las miserables propinas que les echaba el público en la calle o los cafés donde actuaban.
El museo también da detalles sobre las cuatro novias que llegó a tener Kafka y las complicadas relaciones sentimentales que fueron las suyas. Se enamoraba, sin duda, y
era un amante tenaz, acaparador, y les proponía matrimonio. Pero, apenas lo aceptaban, daba marcha atrás, aterrorizado de haber llegado tan lejos. La inseguridad lo perseguía también en el amor.
Por lo menos tres de estas novias sufrieron con esos desplantes; con una de ellas, Felicia Bauer, celebró el compromiso matrimonial con una fiesta, pocos días antes de romperlo. Con la amistad era mucho más
constante. Su mejor amigo fue sin duda Max Brod, que, en aquellos años, ya tenía un nombre literario y había publicado algunos libros. Fue uno de los primeros en advertir el genio de Kafka y lo animó
sin tregua a escribir y a creer en sí mismo, algo que efectivamente ocurrió, pues Kafka, al menos cuando escribía, perdía la inseguridad que padeció siempre y se convertía en un insólito
y seguro hacedor de personas y de historias. Una tuberculosis galopante acabó con su existencia, al comenzar la madurez. Hitler dio cuenta del resto de la familia.
© Mario Vargas Llosa
© El País (España)
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