martes, 7 de mayo de 2019

La mejor versión

Por Isabel Coixet
Soy una maniática, lo sé: hay olores, telas, lugares, comidas y expresiones que no soporto. Bueno, que soporto pero que detesto, que para eso una cumple años y gana una madurez insospechada que le permite reprimir el alarido cuando alguien dice cosas que suenan como la joya de la corona de los lugares comunes. La desventaja de las redes sociales es la total impunidad con que conviven auténticos milagros del intelecto con estupideces que quieren pasar como milagros del intelecto.

Una de las expresiones que florece en todo artículo de revista femenina, blogposthashtag, libro de auto ayuda y podcast que se precie es el concepto de «la mejor versión de uno mismo». La idea es que todos albergamos en algún rincón escondido de nosotros mismos (¿cerca de la vesícula?, ¿al lado del riñón izquierdo?) alguien que es como nosotros, pero versión 2.0: mejorado, tuneado, perfeccionado, más listo, mejor persona, más inteligente, capaz, íntegro y, por supuesto, de una belleza abrumadora.

Si nos esforzamos convenientemente, esa mejor versión de nosotros saldrá a la luz y conseguiremos ser lo que desde el principio estábamos destinados a ser.

Creo que no tengo vocabulario suficiente para expresar la grima que me da ese concepto por muchas y variadas razones. La primera es la desvalorización de lo que ahora somos. Si hay siempre un mejor yo pugnando por salir, ¿quién es este yo torpe, vanidoso, simplón, estúpido, ridículo y más bien soso con el que nos levantamos cada día y nos acostamos cada noche? Y si lo que somos realmente es un «ser de luz» (otra expresión que me repugna), ¿qué nos impide mostrarlo? Vivir con la idea de que el personaje que mostramos al mundo es un impostor/a y que por dentro somos una combinación de Einstein, Charlize Theron e Ian McEwan con el culo de Jennifer Lopez, por decir algo, no veo en qué manera puede ayudarnos a mejorar en la vida. Si acaso, de hacer caso a esa idea, a mí personalmente me abocaría a un pozo de desaliento del que no sabría cómo salir. Todos podemos ser mejores, e intentar serlo –con sus contradicciones, batallas, rémoras y dificultades– es una de las bellezas de ser humano. Construir una ética personal es una cuestión que nos va a llevar toda una vida, así como lidiar con la genética que nos ha tocado, con el momento histórico que nos ha tocado y con las cartas que nos han dado para jugar.

Pero, por favor, no hagan caso de nadie (la que escribe esto incluida) que les diga cómo tienen que vivir y con qué versión. Es el ahora y el aquí el que cuenta. Es la lucha. El río, con sus caídas, remansos y remolinos. Lo demás es sólo un retorcimiento imbécil de las palabras y las ideas que enmascara el miedo a asumir eso que antes se decía en los funerales a los que lloraban al muerto, que no somos nadie. O nada. O casi nadie y menos que nada.

© XLSemanal

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