Por Loris Zanatta (*)
La CGT solicita la beatificación de Eva Perón. Ya lo había hecho cuando ella murió. El libro de Cristina Kirchner "podría enseñarse en
las escuelas", explicó el jefe del sindicato de docentes: igual que La razón de mi vida en su momento. ¿La candidatura a la vicepresidencia? Parece el renunciamiento de Eva Perón en 1951, pero al revés.
Han pasado casi setenta años y para el peronismo el pasado no pasa
nunca: es objeto de culto, devoción, ritualidad, repetición. Las religiones, decía el viejo Fidel Castro, "siempre repiten los mismos temas"; nosotros "debemos hacer lo mismo: la verdad
debe repetirse si queremos que se difunda". Lo habían criado los jesuitas: sabía de qué estaba hablando. Lo mismo Eva Perón: curas y católicos militantes escribían sus discursos,
orientaban su gran olfato político. Cuando, mucho más tarde, Hugo Chávez invocó a "Cristo mi comandante", prometió "la salvación del reino de Cristo" y la redención
del pueblo del pecado capitalista, caminaba sobre antiguas huellas: es una historia que viene de antaño, hablamos de una extensa familia.
Desde entonces ha corrido mucha agua bajo el puente, y pocos recuerdan que aquella fue la fase en la que el régimen peronista se acercó más que nunca al ideal totalitario:
uno es el pueblo; una, la fe. La fe justicialista. "Ni un ladrillo que no sea peronista", para decirlo con Eva Perón -aspirante a beata, modelo para la posteridad-, quedaba en pie. Poderes Ejecutivo, Legislativo
y Judicial estaban bajo su total control. La sociedad entera estaba ordenada en cuerpos: la comunidad organizada. Trabajadores peronistas, empresarios peronistas, profesionales peronistas, estudiantes peronistas. Peronistas
eran incluso dentistas, arquitectos, ingenieros. Sobre ellos, rey y sacerdote, velaba omnipotente el líder. Eva era María, la virgen mediadora, consoladora de los afligidos. Escuela, radio, periódicos,
arte, música, deportes eran lugares de catequesis, sacristías donde se "repetía la verdad". ¿La oposición? "Herejía"; rimaba con "oligarquía". Exageró
solo al pretender que peronistas fueran también la Iglesia y el Ejército: si algo le recordaron derrocándolo era que el peronismo había nacido católico y militar.
Sé que la extravagante solicitud de la CGT se presta a lecturas más prosaicas. Hay elecciones: ¿traerá esto votos? Entiendo el razonamiento: si no es ahora,
con Bergoglio en San Pedro, ¿entonces cuándo? También sospecho una sutil interna peronista: si el peronismo revolucionario ya tiene su beato, ¿por qué el peronismo sindical no puede tener a Eva
en el santoral? Esta también es una vieja historia; vieja y truculenta. Sé, también, que el peronismo de hoy es diferente al de entonces: bien o mal -más mal que bien- se ha acostumbrado, o se ha
resignado, a vivir en democracia, a respetar sus formas, si no siempre su espíritu. De su ideología original permanecen vagos fragmentos, confeti diseminado que el viento lleva aquí y allá. Pero
la llamada de la selva, el espíritu de la tribu, la complicidad del clan siguen siendo fuerzas poderosas.
Bajo la superficie de este barroco revival evitista anida el problema real; un problema que apesta el aire, envenena el clima, inhibe los acuerdos, socava los compromisos: la hegemonía
histórica de un partido que se cree iglesia, de una ideología que se cree religión, de un movimiento que antepone el dogma de la fe al principio de realidad; un partido que no aspira a representar ideas,
valores, intereses específicos, sino a encarnar la verdad, el pueblo, la nación, entidades etéreas, eternas, metafísicas en cuyo nombre reivindica el monopolio del bien, de la identidad, de la moral.
Por eso exige ser beatificado; por eso piensa que tiene una misión redentora; por eso quiere un santo en el panteón del cristianismo: el peronismo, como el comunismo de Fidel, se creyó el nuevo cristianismo
y algunos se lo creen todavía. ¿Quién les explica que todo esto es incompatible con la democracia? Que en una democracia hay muchas opiniones, no una verdad; hay pluralidad, no monopolio; personas, no pueblos.
Mientras la cultura peronista siga siendo esa, la democracia le quedará chica: más que el buen gobierno, le importará el poder, todo el poder, para convertir paganos, combatir enemigos, catequizar fieles.
¿Exagero? Apenas: para sacudir la conciencia de los muchos peronistas que, estoy seguro, de beatificaciones y dogmas de fe no quieren saber nada; que piensan en el suyo como un
partido más o menos normal, cercano a los trabajadores. La Argentina necesita que el "peronismo republicano" deje de ser un oxímoron, un ave fénix. Para que así sea, tendrá un día
que medirse con el pasado, dejar que aquella herencia mesiánica descanse de una vez en paz. Un ejemplo: todos los países han tenido partidos obreros, pero nunca se les habría ocurrido a los laboristas
ingleses, a los socialistas chilenos, ni siquiera a los comunistas italianos, beatificar a sus fundadores, imponer sus textos en las escuelas, convertirse en religión de la patria. Son cosas ajenas a la esencia pluralista,
secular y republicana de la democracia; son fotos que pertenecen a otro álbum familiar. "La nuestra es una dictadura propueblo", decía Hernán Benítez, el mentor jesuita de Eva Perón.
La de Chávez, señaló un jesuita venezolano, es una utopía religiosa, una "nostalgia de absoluto", la eterna promesa del Reino de Dios invocando el cual el partido-Estado lo devora todo.
Así ha sido el peronismo y así me temo que siga siendo: detrás de la fachada de cartón del misticismo plebeyo, en el trastero del poder nacional y popular,
resguardados por el conformismo hipócrita que prevalece entre devotos de la misma fe, florecen un clima de bajo imperio, la impunidad desenfrenada, la opaca complicidad entre cofrades: negocios sucios, dólares
a quintales, muertes misteriosas, piruetas políticas, amistades impúdicas. El centenario de Eva Perón era una buena oportunidad para cuestionar ese morboso e insano vínculo entre política
y religión, para reflexionar sobre el pasado sin inflamar el presente. Fue otra oportunidad perdida. El peronismo eterno siempre triunfa, el pasado nunca se convierte en historia. ¡Qué lástima!
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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