Por Carmen Posadas |
Ahora sigo haciéndolo, pero el placer no es el mismo. Porque ahí estoy, pongamos que disfrutando de la prosa de Michel Houellebecq en su último libro, Serotonina. Y me río con sus maldades y me asombro de su osadía y de su tan redentora incorrección política. Pero, de pronto, en plena lectura de cierta
escena brutal, esa en la que el protagonista descubre un vídeo de su novia japonesa donde se la ve teniendo sexo hasta por las orejas con una miríada de individuos, el FOMO hace que detenga la lectura y me ponga
a buscar en Google la palabra francesa para sexo grupal. ¿Cómo era? La tengo en la punta de la lengua, ¿partuz?, ¿partusse? Ah, sí, aquí está, par-tou-ze, lo que de inmediato me trae a la memoria un libro escandalosísimo de una intelectual parisina: La vida sexual de Catherine M.
Y no sé por qué la mención de Catherine Millet me hace pensar en Carla Bruni, así que la googleo también para saber qué es de su vida y si sigue casada o no con Sarkozy. Y Sarko, naturalmente, me trae a la memoria a Macron, y su no menos interesante
vida conyugal, lo que inevitablemente me lleva a preguntarme sobre Fedra, que, como todo el mundo sabe pero yo en ese momento necesito ratificar, se enamoró de su hijastro veinte años más joven. Y de este
modo, cuando quiero darme cuenta, resulta que ya voy por la vigésima búsqueda en Google, porque mi variante de FOMO se apoya en que soy una persona muy curiosa y las redes permiten satisfacer al instante una
sed tan tiránica como la mía, lo que no quiere decir que aprenda nada. Nada de nada, porque seguro que mañana ya no me acuerdo qué demonios leí de Sarko, tampoco de las mil posturas kamasútricas
de la señora Millet y menos aún de cómo se escribe partouze.
Porque el efecto más perverso y paradójico del FOMO es que, como uno va saltando de una cosa a otra y luego a otra y otra, al final no obtiene
nada de provecho. Como tampoco parece que obtengan mucho de provecho las personas que sufren del FOMO en su variante ‘baile de San Vito’. Ese que hace que cuando uno está en casa un domingo viendo una peli
con su pareja, tan feliz, sienta la irrefrenable necesidad de leer El Confidencial y luego revisar todos los WhatsApps de la semana, eso antes de entrar Instagram y a continuación en Twitter, donde ve uno consternado
que los amigos se han ido de terracitas al centro sin avisar, mientras que los compis del trabajo planean un viaje para el próximo puente al que tampoco le han convidado…
Y es así cómo, en vez de estar uno contento con lo que está haciendo, que es muy agradable, lo que está es rechinchado por todo lo
que podría estar haciendo y no hace. Porque esta sensación de insaciabilidad tiene mucho que ver con otro mal de nuestros días. Una insatisfacción crónica y general que los franceses llaman L’embarras du choix, es decir, la dificultad, casi la imposibilidad, de elegir entre tantas y tan atractivas opciones posibles. Antes, en tiempos menos afortunados que los de
ahora, nadie sufría de FOMO ni tampoco de la imposibilidad de elegir. Los disfrutes que se tenían a mano eran más pequeños, casi insignificantes. Quizá tomarse una cerveza bien helada una
mañana de domingo después de darse una vuelta en bici. Pero, precisamente por ser un único placer y no varios, se disfrutaba el doble. Yo no digo que haya que volver a las meriendas campestres con La Casera
y pañuelo de cuadros anudado a la cabeza, pero ¿no habrá alguna forma de dejar K.O. al FOMO? La única que se me ocurre es la abstinencia. Por eso prometo que, mañana, cuando me siente de nuevo
a leer Serotonina, dejaré el móvil en la otra punta de la casa. Con lo vaga que soy, seguro que me da una pereza sobrehumana ir por él. Y
así, ya sin interrupciones, averiguaré por fin qué pasa con Houellebecq y su lúbrica novia japonesa.
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