Por Juan Manuel De Prada |
Era una actitud desesperada, pero al menos el pagano tenía la gallardía de entregarse
a un vitalismo despepitado que se condensaba en aquel célebre consejo de Menandro: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos».
En las sociedades neopaganas de nuestra época, la gente tampoco se preocupa por la salvación de su alma, pero la desesperación se ha cambiado de ropajes, ha dejado de tocar a rebato bajo el grito comilón y borrachín de «sálvese quien pueda» y ha ofrecido al hombre desesperado (ya que no puede ofrecerle una razón para vivir)
otras anestesias muy diversas que le hagan más llevadera su desesperación. Le ha ofrecido morfina para acallar su dolor, píldoras para embravecer su bálano, bisturís para borrar sus arrugas,
proteínas sintéticas para endurecer sus músculos, dietas para alargar su vida. La desesperación, de este modo, ha acabado convirtiéndose en nuestro hábitat natural; un hábitat
con aire acondicionado en verano, calefacción central en invierno e hilo musical las cuatro estaciones del año.
Y así, mitigada por estas anestesias, la desesperación ha conseguido que el hombre neopagano acepte todo tipo de mortificaciones que dejan chiquitas las penitencias cuaresmales
que ayudaban al hombre a salvar su alma. Para participar de la desesperación de nuestra época ya no es posible comer y beber sin tasa, como proponía la invitación hedonista de Menandro, sino que
a cada instante debemos recordar que, por cada comilona que nos embaulamos, por cada sobremesa regada de alcohol que alargamos, por cada cigarrillo que fumamos, agotamos un minuto, una hora, un día de vida. La desesperación
neopagana, en su afán por salvar la salud del cuerpo, ha amargado nuestra vida con las privaciones más ímprobas, al estilo de aquel doctor Pedro Recio de Tirteafuera al que encargaron vigilar la alimentación
de Sancho Panza, mientras fue gobernador de la ínsula Barataria. Aquel mamarracho, armado de una varilla de ballena, señalaba las viandas que consideraba poco saludables, condenando al buen Sancho al ayuno más
aciago; y esto mismo hace con nosotros la desesperación neopagana, donde la tiránica Salud desempeña el mismo papel (en versión paródica y degradada, como corresponde a todo sucedáneo
idolátrico) que en las sociedades religiosas representaba la Virtud. Con la diferencia de que, mientras el hombre virtuoso miraba la eternidad, el hombre saludable de hogaño mira… el cronómetro,
computando los minutos, las horas, los días que gana con su saludable y pestilente vida. Sancho Panza, al menos, pudo darse el gustazo de despedir con cajas destempladas al doctor Pedro Recio de Tirteafuera. A nosotros,
la desesperación neopagana nos impone vivir saludablemente hasta nuestro fallecimiento, para llegar a ser un saludable cadáver que alimente saludablemente a los muy saludables gusanos que habrán de devorarnos
(¡o al fuego de la incineradora, más saludable todavía!).
Y es que, en las sociedades neopaganas, la tiranía omnímoda de la Salud se ejerce sobre una masa esclavizada que sólo cree en el Paraíso en la Tierra instaurado
por Papá Estado, que le otorga graciosamente ‘derechos’ y ‘libertades’. Y Papá Estado, en su afán por proteger nuestros ‘derechos’ y ‘libertades’, y bajo
los afeites de la ‘tolerancia’, ha erizado nuestra vida de muy protectoras empalizadas. Y así, armados de los ‘derechos’ y las ‘libertades’ que nos brinda Papá Estado, que
no son sino armas arrojadizas que arrojamos contra el prójimo (en quien sólo vemos un enemigo potencial), nos entregamos a las más ímprobas privaciones, confiados grotescamente en que, por cada
cigarrillo que no prendamos, por cada manjar que rechacemos, por cada exceso que no cometamos, obtendremos a cambio un minuto, una hora, un día más de vida. No está probado que esta saludable desesperación
vaya a obtener recompensa; más bien está requeteprobado que seguiremos muriéndonos, después de convertir nuestra existencia en un infierno. Y quién sabe si después de ganarnos el infierno
en la otra vida.
Todo sea por alcanzar una magnífica ‘calidad de vida’, que es como nuestra época denomina sarcásticamente a la vida llena de ímprobas privaciones
que ni siquiera son medios de nada; ímprobas privaciones convertidas en sí mismas en fines vacuos y dementes. A ninguno de aquellos juguetones dioses del Olimpo inventados por los paganos se le hubiese ocurrido
una forma de tortura tan alienante y aburrida. Pero ¿quién dijo que las idolatrías fuesen divertidas?
© XLSemanal
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