Por Guillermo Piro |
Y, tal vez, la otra razón tiene que ver con una cuestión de tipo cultural: las imágenes tenían como destinatario el futuro; el futuro es desconocido, y a lo desconocido uno no suele
enfrentarlo con una sonrisa en los labios.
El problema de los largos tiempos de exposición fue resuelto a comienzos del siglo XX con nuevos aparatos que aceleraron de manera considerable los tiempos técnicos del
disparo (naturalmente hablamos de tiempos que hoy nos parecerían lentísimos, pero para aquella época fue un gran progreso). Al parecer, mantener una sonrisa dejó de ser una empresa desesperada.
Y sin embargo, las personas siguieron manteniendo los labios cerrados.
Ensayo otra explicación, también esta de tipo cultural: tal vez tenía que ver la persistente influencia ejercida por los retratos pictóricos. Y aquí
fotografía y pintura se conectan: salvo raras excepciones en las que los retratados sonríen (Caravaggio y la Mona Lisa son los únicos que se me ocurren ahora, pero debe de haber más), se mantienen
serios por las mismas razones que los retratados en los viejos daguerrotipos: había que permanecer mucho tiempo inmóvil, a veces durante horas. En aquellas épocas en realidad se creía que el único
modo de pasar a la eternidad era siendo visto en alguna polvorienta sala de museo. El camino preferencial para volverse inmortales, o al menos un poco inmortales, era permaneciendo bajo la forma de una imagen. Es comprensible
entonces que un salto de esta magnitud se afrontara con la mayor seriedad, la más alta compostura, la rigidez de quien sabe que puede y no quiere pervertir las reglas de la naturaleza. Nada de sonrisas, entonces.
Jonathan Jones escribió sobre esto hace unos años en el Guardian. La gente del pasado no era necesariamente más pesimista que nosotros –dice–; las personas
no deambulaban por el mundo en un estado de tristeza perpetua, aunque, de haberlo hecho, estarían justificados, al vivir en un mundo con altísimas tasas de mortalidad en comparación con el Occidente actual,
con una medicina del todo deficiente para nuestros estándares”. Jones se hace una pregunta clave: “¿Por qué las fotografías antiguas son mucho más conmovedoras que las modernas?”.
Tiene razón, las fotografías antiguas son mucho más hermosas y cautivadoras comparadas con nuestras selfies. ¿Y si en realidad en el pasado se divertían tanto o más que nosotros, pero
no tenían la necesidad de demostrarlo con fotos? Jones responde a eso: cuando los retratados de principios de siglo posaban, pensaban en el tiempo, la muerte, la memoria y el olvido. “La presencia de esas realidades
solemnes en las fotografías del pasado las hace mucho más valiosas que las instantáneas con una felicidad tonta colgadas en Instagram”.
Aunque suene un poco a razonamiento de Jorge de Burgos, debo confesar que esa explicación me resulta tentadora por lo justa. Tal vez, a veces, nosotros también deberíamos
dejar de sonreír y mirar el porvenir con seriedad y adustez. O con un poco de seriedad y adustez. O quizás bastaría sin estupidez.
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