Por Manuel Vicent |
Hubo un tiempo en que las barcas de arrastre del Mediterráneo pescaban ánforas y en casos de más
fortuna sacaban a flor de agua en las redes entre peces plateados algunas divinidades naufragadas.
Eran aquellos días dorados cuando gran parte de la mitología y de la historia se hallaba en el fondo del mar y pensar en el abismo aún servía para purificar
la mente. Ahora un creciente albañal de detritus ha invadido el lugar que antes ocupaban los mármoles de nuestros dioses sumergidos junto con los arrecifes que formaban los trirremes fenicios, las goletas sarracenas,
las carabelas y paquebotes de descubridores y piratas.
Los pulpos gigantes que atacaban a Ulises son hoy los miles de millones de toneladas de plásticos que flotan sobre el espíritu de las aguas y amenazan con crear nuevos
continentes. El mar podrido es ahora el espejo deformante donde se refleja nuestro inconsciente colectivo.
El fin del mundo no llegará con una lluvia de fuego anunciada por las trompetas del arcángel ni será producto de las enormes calabazas de una guerra nuclear. Este
planeta puede acabar ahogado bajo el insondable cúmulo de mierda que expele la humanidad. Nuestra alma es biodegradable, pero el plástico es inmortal.
La catástrofe vendrá acompañada de algunos prodigios. Estará uno feliz en el chiringuito y de pronto saldrán del mar algunos salmonetes con un cigarrillo
en la boca a pedirte fuego.
© El País (España)
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