Por Arturo Pérez-Reverte |
Vaya por delante que desde hace años, y les aseguro que no siempre es cómodo, me hago fotos con todo el mundo.
Con todo el que me lo solicita, quiero decir. No es ninguna
molestia, sino un placer. Y también una obligación personal y profesional. Soy un escritor que se gana la vida gracias a sus lectores, y nunca olvido la deuda que tengo con ellos. Procuro corresponder contestando
sus cartas o acusando recibo cuando me es posible, e interactuando en las redes sociales cuando tengo un rato libre. También he posado para miles de fotos sin un mal gesto ni una mala palabra, nunca, sonriendo siempre.
Lo hacía antes, cuando eran cámaras fotográficas, y lo hago ahora que cada cual lleva su teléfono móvil y no te deja escapatoria. Son gajes de mi oficio.
Quiero decir con todo eso que, parafraseando al maestro de esgrima Jaime Astarloa, no creo haber sido grosero nunca, ni con los más inoportunos. Ni siquiera con pelmazos, que
también los hay. Quienes de ustedes me han abordado por la calle, en restaurantes, en cines, en aeropuertos –incluso estrechándome la mano en urinarios públicos, que tiene huevos– pueden dar
fe de ello. En las firmas de libros lo hago siempre de pie, igual que quienes esperan en la cola, pues no soy un funcionario de la literatura. Converso, me fotografío y lo que se tercie. Y procuro, siempre que me dejan,
no retirarme hasta haber firmado el libro de la última persona que espera. Hasta quienes no tienen ni remota idea de quién soy y sólo les suena mi cara son recibidos con cortesía. He firmado sin
rechistar autógrafos con el nombre de Fernando Aramburu, Javier Marías y Eduardo Mendoza. Me he fotografiado con personas que me llamaban Javier, o Alfredo.
Que yo recuerde, solo seis o siete veces en mi vida me negué a fotografiarme con lectores. Y tal vez fueron menos. Una, en un paso de peatones con el semáforo a punto de
cambiar a rojo. Otra fue con una señora que me abordó al grito de «Tú eres un famoso, ¿verdad?». Otra, en un restaurante donde alguien se acercó con cierta impertinencia cuando
me estaba llevando el tenedor a la boca. Y otra, la que motiva este artículo, en Tánger hace unas semanas. Paseaba por el Zoco Chico cuando un señor de un grupo de españoles con el que me crucé
me pidió una foto. Sólo dijo eso: «¿Podemos hacer una foto?». Respondí que prefería no hacerlo, explicando brevemente el motivo: acababa de llegar a la ciudad por asuntos profesionales
y quería evitar que amigos y otras personas supieran que ya estaba allí, pues era fácilmente localizable en mi hotel habitual y me vería enfrentado a compromisos incómodos. No añadí,
pues me pareció obvio, que esas fotos suelen colgarse en las redes sociales y que ya me había ocurrido muchas veces.
Y ahora vamos al remordimiento. Al motivo de mi petición de disculpas. Porque he recibido carta de una lectora –Cristina, se llama–. Me refiero a una lectora de verdad,
de las antiguas y fieles, que ha leído todos mis libros y lo demuestra en pocas líneas. Y esa lectora me cuenta que viajó a Tánger con unos amigos precisamente porque había leído mi
novela Eva, y que estaban recorriendo los escenarios de esa historia cuando el azar los hizo cruzarse conmigo. Y que ella iba en el grupo, y que quien me
abordó pidiendo una foto era su marido. «La excusa que puso no es digna de un escritor como usted –me dice–. ¿Sabe cuántos querrían que les pasara eso? Debería ser más agradecido».
Y, bueno. Eso es lo que me escribe Cristina, y como no hay remite en la carta no puedo responder en privado, así que lo hago en público para decirle que tiene razón.
Que ese día en Tánger metí la pata hasta el corvejón. Que la cosa fue de tierra, trágame. Que el mundo es un lugar complejo, y de haber sabido lo que ahora me cuenta no sólo me habría
hecho la foto sino que habría dado efusivamente las gracias, como hago casi siempre. Que mi única excusa es cuanto acabo de exponer más arriba. Que soy, como todos, alguien sometido a errores, momentos
y estados de ánimo. Y que, aunque hago cuanto puedo por estar a la altura de mis lectores y amigos, pues sé que la libertad de la que gozo se la debo a ellos, no siempre soy capaz de acertar, aunque lo intente.
Que aliquando dormitat Homerus. Y que veré de hacerlo mejor la próxima vez, si nos cruzamos de nuevo. En Tánger o en donde sea.
© XLSemanal
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