domingo, 21 de abril de 2019

La aventura es la aventura

Por Arturo Pérez-Reverte
Siempre sostuve, y no porque se me ocurriese a mí, que hay una especie de determinismo literario. Que los primeros años como lector, los primeros libros leídos, definen con bastante exactitud el territorio vital de cada uno: ese lugar donde el tiempo y la experiencia, con los libros que se leen después, acabarán por encajarlo todo. Una especie de plantilla sobre la que se sitúa cuanto de lecturas y vida viene más tarde.

Quiero decir con esto que, al menos quienes leemos desde muy temprana edad, somos lo que somos porque leímos lo que leímos. Porque los primeros pasos realmente lúcidos, la primera mirada intensa que dirigimos a lo real del mundo, la hicimos a través de las páginas de los libros.

Ahora los tiempos han cambiado, por supuesto. Para muchos ya no es así. Hay otras puertas interesantes por las que asomarse a la vida, y allá cada cual con las que elige para él o sus hijos. Pero tengo la certeza de que los libros siguen siendo, pese a todo, herramientas insustituibles para establecer ese punto de partida al que antes aludía. Los cuentos, los tebeos y los libros. Creo que un joven que crezca sin ese territorio básico caminará siempre desorientado, con una especie de orfandad intelectual que tarde o temprano, de una u otra forma, acabará pasándole factura. Y más, en los tiempos que corren. Dejándolo a merced de fuerzas que no podrá identificar ni combatir. Haciéndolo menos sólido y más vulnerable.

Pienso en eso estos días, pues tengo en mis manos El diamante de Moonfleet, primer título de la serie de novelas de aventuras que Zenda (esa cooperativa digital creada con un grupo de amigos escritores hace tres años y que, con más de un millón de lectores, se ha convertido en el más influyente medio literario de lengua española en las redes sociales) ha empezado a publicar en formato clásico de libro, a modo de homenaje a la aventura literaria y a los maestros del género. Y es que la novela de John Meade Falkner es precisamente una de esas novelas que establecen territorios y orientan vidas: elogiada por Joseph Conrad, reconocida por Hergé como referencia de sus personajes Tintín y el capitán Haddock, basta una frase de Robert Louis Stevenson para situarla donde corresponde: «El diamante de Moonfleet es la novela que siempre quise escribir, pero lo único que pude hacer fue La isla del tesoro».

Alguna vez conté en esta página que fui un chico afortunado, pues crecí en una casa con biblioteca grande: con muchas puertas por donde asomarme a la vida antes de empezar a vivirla. Y también hubo quienes me ayudaron a abrir esas puertas o me las pusieron delante; como cuando, con motivo de mi primera comunión, mi madre pidió a familiares y amigos que sólo me regalasen libros. Así fue como a los ocho o nueve años me encontré con una pequeña biblioteca propia: tres docenas de títulos de Mateu, Bruguera, Molino y otras editoriales, en su mayor parte adaptaciones ilustradas para niños y jóvenes, que leídas una y otra vez con más libros de la biblioteca familiar, con tebeos e historietas diversas y sin olvidar el cine visto entonces, acotaron el territorio por el que, más de medio siglo después, sigo moviéndome. Porque cuanto viví, cuanto escribo y tal vez cuanto pienso, quedó marcado de origen por aquellos años lectores y aquellos primeros libros.

Por eso El diamante de Moonfleet me conmueve especialmente. Augusto Ferrer-Dalmau, el pintor de batallas, ha ilustrado de un modo espléndido la portada, y en ella resume varias cosas para mí importantes: el viejo truhán llamado Elzevir, el joven John Trenchard y el mar como fondo; el viento silbando en la jarcia para llevar al lector a través de peripecias contrabandistas, de secretos ocultos en cuevas, de amores adolescentes, de fantasmas que ocultan riquezas en sus arcanos. Por haber leído esa clase de libros a la edad en que leer ciertas cosas es muy importante, yo mismo anduve luego tras ellos y sus personajes, y así viajé a la cueva de los contrabandistas, a la isla de los piratas, a las tabernas donde beben silenciosos hombres con viejas cicatrices en el cuerpo y en la memoria. Por libros como ése fui en busca de mi propio libro para confirmar si el mundo real se parecía al que intuía en aquellas otras páginas, y lo hice en demanda de amigos leales, de jóvenes hermosas de las que enamorarme, de sabios de los que aprender, de enemigos con quienes pelear. Y cuando al fin los tuve delante, pude reconocerlos gracias a esas historias que me adiestraron para la aventura de la vida.

© XLSemanal

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