Por Loris Zanatta (*)
Sacerdotes polacos que queman libros, sultanes orientales que prometen la horca a los "desviados sexuales", fanáticos afganos que azotan chicas por escuchar música
profana, multitudes occidentales que invocan a la Virgen en defensa de la "familia natural", partidos homófobos, presidentes que reparten cartillas morales, ministros que reclaman la santificación del
domingo, constituciones que establecen el "poder moral".
El mundo está lleno de Savonarola tronando desde el púlpito. ¡Arrepiéntanse! ¡Expíen! ¡Conviértanse! El "pueblo"
gruñe desde las plazas virtuales: castigar, purificar, sanar; en una palabra: moralizar.
Moralizar, desde que el mundo es mundo, es pretender reducir todo ad unum levantándose como guardianes de un dogma, un texto sagrado, una verdad, una identidad. Así lo hizo la Inquisición: primero con los infieles, luego con
los disidentes, los sospechosos, los pasivos, los vecinos de "extrañas" costumbres morales, sexuales, alimentarias, estéticas. Así fue también en los tiempos de "Dios y patria".
Ay de quienes desentonaran. Ácratas, apátridas, antisociales, cipayos, vendepatrias, gusanos; cuántos epítetos se han creado para marginarlos, cuántas maneras de expulsar el germen patógeno
del organismo sano de la nación y de la religión, de moralizar al inconforme.
Hoy soplan los mismos vientos. ¿Cuántos genios habían recitado el de profundis para la muerte del Estado-nación, rezado en el funeral de las identidades nacionales, lamentado la desaparición de las pequeñas patrias? ¿Cuántos
habían disparado contra la "globalización neoliberal", culpable de matarlas al imponer el mefistofélico "pensamiento único"? Bien: ahora pueden darse por contentos, celebrar;
Dios y patria están de vuelta. Despiadados, intolerantes, prepotentes como siempre fueron.
Adiós a lo políticamente correcto, tan hipócrita y biempensante: paso libre a los insultos seriales en facebook, a los proféticos expertos de Twitter, a los
vengativos narcisos de Instagram, a los ejércitos anónimos y valientes del "pueblo" de la web. Basta de frenos inhibitorios lexicales y políticos; basta de evitar términos como "negros,
maricones, perras": así habla el "pueblo", así hablan sus verdaderos líderes: ¡al pan, pan, y al vino, vino! ¿Vulgaridad? Qué va: ¡sinceridad! ¿Agravios? No: ¡verdades
incómodas! ¡Insultos? De ninguna manera: ¡honestidad saludable! Todo es permitido, en nombre de la pureza moral: vox populi, vox Dei. Escupen odio contra inmigrantes, adversarios, autoridades; contra las instituciones que les impiden hacer justicia por mano propia, desahogar rabia y violencias
latentes, convertir la ira en una espada redentora contra parlamentos, políticos, tribunales, símbolos del "poder". La soberanía pertenece al "pueblo". Cuántos aplausos a los
chalecos amarillos; cuántos cómplices de los violentos; cuántos intelectuales incendiarios con la piel de otros: el "pueblo" es moral; la moral es del "pueblo".
No es algo que sorprenda: populismo y moralismo siempre han ido de la mano; el clivaje populista por excelencia no es social o político, sino moral. La reductio ad unum de los moralistas y la nostalgia de unanimidad de los populistas son dos caras de la misma moneda. El populismo es precisamente eso: una furia moralizante; el rebaño
que suprime a la oveja negra, que reeduca al cordero inquieto; la quema del hereje ante el aplauso del "pueblo"; el sacrificio del individuo, que monda la conciencia y une en un haz moral a la comunidad.
Los populismos de todas las edades y lugares siempre representan el mismo guion: hubo una vez un pueblo puro; la historia, la modernidad, la apostasía, la secularización,
el capitalismo lo han corrompido: hasta que un líder, un profeta, el hijo de Dios transfigurado en padre de la patria viene a salvarlo, a redimir al pueblo predestinado, a cazar con la espada a los pecadores. La redención
le abrirá las puertas de la tierra prometida.
Como vivimos en una época populista, es natural que también esté impregnada de moralismo. Se trata de algo fisiológico después de años de modernización
cosmopolita impetuosa, ruptura de fronteras tecnológicas, desorientación causada por flujos migratorios y comunicativos. Certezas, protección, identidad, homogeneidad, Dios, patria, familia: esa es la
"revolución" que el populismo promete y persigue: una utopía reaccionaria, la restauración de la unidad orgánica de un pasado mítico; un pasado que no existe en la historia, pero
que está vivo en el imaginario de cada uno de nosotros. Un puerto seguro donde buscar refugio.
Por eso las revoluciones siempre fueron mojigatas: querían educar al "pueblo", convertirlo a la virtud, decidir qué era correcto que dijera o no dijera, leyera
o no leyera, orara o no orara; enseñarle cómo vestir, comer, vivir, estudiar; erradicar "los vicios", crear "el hombre nuevo", honesto, virtuoso, desinteresado, leal, santo. Tan alto fue el
fin que todos los medios les parecieron legítimos. Hoy, como entonces, son muchos quienes piensan que el Estado tiene el deber de moralizar y homogeneizar al pueblo; que el Estado es una especie de iglesia secular;
un Estado ético, un "gran hermano" que vigila y dirige, paternal con los súbditos, despiadado con los herejes.
Llenos de buenas intenciones, aterrados por el clima sombrío de nuestros tiempos, muchos predican el "retorno de la virtud": la política como amor, la economía
como servicio, la vida como don y otras cosas parecidas. Demasiado para mí: escéptico por naturaleza, desconfío de principios tan nobles y enfáticos, de palabras tan elevadas y exigentes (cuanto
más bellas son, más abusos justifican). Si se tratara de fomentar la virtud secular de Maquiavelo, orientada al bien común y a la felicidad de cada uno, firmaría. Pero la virtud y el amor del populismo
no tienen nada de secular: son garrotes confesionales en cuyo nombre imponen su unanimidad y su moralidad. Contra ellos, mejor volar bajo y aferrarse al viejo Estado de Derecho, tan frágil, tan precioso. Solo él
puede contener la ola moralista que avanza por todas partes.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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