Por James Neilson |
Adaptarse a esta realidad desconcertante no es fácil para nadie. Estados Unidos sigue siendo la superpotencia reinante, pero ha dejado de ser hegemónico. Aunque quisiera abandonar el rol de “gendarme internacional” que tantas críticas le ha supuesto, incluso Donald Trump, un aislacionista nato que preferiría concentrarse en los problema domésticos, entiende que a menos que un país fuerte esté en condiciones de garantizar cierto
orden, se desatará la anarquía como en efecto ya ha ocurrido en el Oriente Medio y África.
En cuanto a Europa, está achicándose ante nuestros ojos. Todo hace prever que siga perdiendo influencia en los años próximos. El sueño de erigirse en una “superpotencia moral” que, andando el tiempo, incorporaría a pueblos vecinos
seducidos por su compromiso con la paz, la ecología y otras causas benévolas ha resultado ser nada más que una fantasía.
Los relativamente optimistas prevén décadas signadas por el estancamiento económico en que una población cada vez más vieja procure enfrentar desafíos que la desborden, como los planteados por la inmigración masiva desde zonas convulsionadas por conflictos, hasta que finalmente se dé por vencida. Los pesimistas vaticinan calamidades bíblicas. Es fácil mofarse de ellos o calificarlos de “ultraderechistas”, pero a menos que cambien drásticamente las tendencias demográficas, la Europa que conocemos tiene los días contados. Por ser tantos los lazos culturales y familiares, se trata de una contingencia que no podría sino afectar a la Argentina aún más que a otros países
de la región.
Hasta hace muy poco, escaseaban los políticos europeos que prestaban atención a los síntomas de decadencia que se multiplicaban
a su alrededor. Parecía que los únicos que se preocupaban por el desplome espectacular de la tasa de natalidad eran los encargados de sistemas previsionales que fueron creados
cuando las circunstancias eran menos alarmantes pero que, para incredulidad de casi todos, están dejando de ser viables.
Asimismo, luego de convencerse de que todos –salvo, tal vez, los incorregiblemente belicosos norteamericanos–, eran tan pacíficos como ellos mismos, muchos gobiernos
europeos decidieron reducir al mínimo los gastos de defensa. Confiaban en que todo seguiría igual porque, suponían, lo que hacían era innegablemente bueno, hasta que, para indignación de los impulsores de lo que llaman “el proyecto europeo”, una proporción creciente del electorado comenzaba a manifestar su disconformidad con lo que estaban haciendo.
Durante años, tales dirigentes reaccionaron con indiferencia frente a señales de que a muchos europeos no les gustaba para nada la propensión de los burócratas
atrincherados en Bruselas a acumular poder a expensas de gobiernos nacionales que trataban como meras administraciones provinciales. Pasaron por alto los resultados de referéndums en Francia, Holanda, Dinamarca e Irlanda en que la mayoría repudió planes para dotar a la UE con una constitución.
No pudieron hacer lo mismo con el que se celebró el 23 de junio de 2016 en el Reino Unido en que triunfaron, por un margen no muy grande, los partidarios del Brexit, pero en defensa de sus propios atributos decidieron asegurar que la salida de los isleños fuera la más traumática posible. Lo consiguieron al resultar incapaces la primera ministra Theresa May y los parlamentarios británicos, que en su mayoría preferirían permanecer en la UE, de alcanzar un acuerdo sobre la mejor forma de romper con
buena parte del resto del continente.
Hasta cierto punto, la estrategia elegida por “las elites” bruselenses ha funcionado; según las encuestas, en todos los países
miembro sólo una minoría quisiera acompañar a los británicos en busca de más libertad fuera de la UE. Sin embargo, ello no quiere decir que todos hayan perdido interés en “repatriar” facultades cedidas por los gobernantes locales. En el continente, las mismas fuerzas que posibilitaron el
Brexit están detrás del auge de movimientos que se oponen al capítulo europeo de la globalización. Quieren que sus propios países recuperen buena parte de la soberanía perdida, una
aspiración que para los eurócratas es típicamente derechista. Entre los líderes más destacados de dicha “derecha” está el italiano Matteo
Salvini, el húngaro Viktor Orbán y huelga decirlo, la francesa Marine Le Pen, pero hay muchos otros. Juran no ser “antieuropeos”. Antes bien, lo que tienen en mente tiene mucho en común con “la Europa de las patrias” del general Charles de Gaulle.
A juicio de los contrarios a los “soberanistas”, el Estado Nación es una antigualla peligrosísima que ya provocó dos guerras mundiales fratricidas y
que, de resurgir, tendría consecuencias nefastas para Europa. Estén en lo cierto o no los que opinan así, la mayoría quiere sentirse parte de una comunidad, sea nacional, tribal o religiosa, y enorgullecerse de sus hazañas colectivas, sean estas auténticas o en gran medida imaginarias.
También puede argüirse que, de todas las variantes sociopolíticas ensayadas, la del Estado Nación ha sido la más exitosa porque puede abarcar a millones
de personas de una gran variedad de orígenes étnicos y creencias para que colaboren en pos de objetivos comunes, mientras que el cosmopolitismo favorecido por “las elites” propende a hacer más
débiles los vínculos entre las personas.
De todos modos, la hostilidad hacia toda forma de nacionalismo es un fenómeno limitado a la progresía occidental. Para los demás, la “autocrítica” implacable que suele acompañarla refleja la pérdida de confianza de “las elites” culturales del Occidente en su propio destino. Como es natural, muchos intentan sacar provecho de la, desde su punto de vista, extrañísima voluntad de denigrar lo propio y exaltar lo ajeno de los líderes de los países más
ricos y, conforme a virtualmente todas las pautas, más exitosos de la historia del género humano.
Entre los más vigorosos en tal sentido están los islamistas, aunque los chinos están empezando a pisarles los talones. Mientras que aquellos continúan presionando
a los europeos para que dejen entrar más contingentes de musulmanes y sigan modificando las leyes y costumbres de sus países a fin de acomodarlos, estos están empleando su recién adquirido poder
comercial y financiero para conseguir ventajas geopolíticas. Hace poco, persuadieron a los italianos a integrarse a la ambiciosa “ruta de seda”, una cadena de obras de infraestructura
que servirán para conectar China mejor con los principales centros económicos del planeta. De más está decir que la decisión italiana ha molestado sumamente a la gente de Bruselas y al gobierno de Donald Trump en Washington.
Trump es el producto más llamativo de la rebelión contra “las elites” que puede atribuirse a la sensación de que es gracias a ellas que las sociedades
occidentales están batiéndose en retirada y que a todas les aguarda un futuro nada agradable. Si bien el pesimismo que está detrás de la ola populista se basa en hechos bien concretos, pocos están dispuestos a arriesgarse diciendo lo que a su juicio sería necesario hacer para
revertir las tendencias negativas que tanta angustia existencial están provocando. Por cierto, los intentos de hacer aumentar la tasa de natalidad en países que están
despoblándose con rapidez no han brindado resultados muy satisfactorios.
Asimismo, aun cuando no ocasionaran demasiados problemas políticos y sociales, parece evidente que la inmigración masiva de gente de países pobres y conflictivos
no podrá ayudar a hacer más productivas las economías de países de tecnología avanzada en que hasta los que desempeñan tareas rudimentarias necesitarán tener un nivel educativo
que sea relativamente alto según las normas tradicionales. Para más señas, la solución elegida por los japoneses, que para no tener que depender de inmigrantes de
cultura incompatible con la suya han optado por estimular el papel de los robots en la vida diaria de quienes de otro modo precisarían la ayuda de trabajadores sociales, tiene pocos
partidarios en otros sitios del mundo.
Es merced a la creciente distancia anímica que separa a los gobernantes de los gobernados que “la derecha populista” podría anotarse muchos triunfos impactantes
en las elecciones europeas que se celebrarán a fines de mayo. Con razón o sin ella, muchos millones de norteamericanos y europeos no se sienten debidamente representados ni por la clase política ni por
las “elites” culturales que sirven de intermediarias. El problema es más agudo en Europa, donde, además de las diferencias lingüísticas que sirven para
alejarlos de los pueblos de muchos países, los “eurócratas” de Bruselas son funcionarios no elegidos que se las han arreglado para flotar por encima de la política,
de ahí el “déficit democrático” de la UE que, tal y como están las cosas, podría resultarle fatal.
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