Por Jorge Fernández Díaz |
El operativo del Instituto Patria, en cambio, consiste efectivamente en el laborioso tejido de un nuevo disfraz que mitigue el hondo y simple pavor. Me refiero al pavor que produce,
aquí y en casi todas las latitudes, el eventual retorno de quien se convirtió en uno de los paradigmas mundiales del neonacionalismo autoritario. Nos informa una vez más el periodista Gabriel Sued acerca
de las febriles meditaciones que circulan, a propósito, en el cuartel general del kirchnerismo; todas ellas propenden al simulacro. "Somos buenos, nosotros somos buenos", cantaban los acólitos de Milagro
Sala. Y esa es la ideología buenista del nuevo "relato" de campaña. Que tiene por objeto esterilizar el miedo y calmar a los mandatarios de Occidente y a los acreedores externos (no vamos a declarar
el default ni a hacer más locuras); tranquilizar a los medios de comunicación (no vamos a combatirlos ni a censurarlos); clausurar lo que llaman el "ministerio de la venganza" (no perseguiremos a nuestros
enemigos); desactivar las cadenas nacionales y los patios de militantes (no recurriremos a fatigantes tribunas de hostigamiento personal o sectorial), y eludir sobre todo una segunda guerra popular y prolongada contra el campo:
"Nunca más tenemos que confundir al pequeño y mediano productor con los grandes terratenientes de las cerealeras", repite ahora Máximo Kirchner, después de haber apoyado a su madre en
ese delirio y en esa confusión, y luego de haber cargado a su agresiva organización con un indiscriminado odio visceral contra cualquier atisbo de agroindustria.
Todo este rezo laico lleno de abrupto pacifismo, que debemos comernos sin chistar con nuestra rosca de Pascua, podría tomarse como un emocionante acto de contrición y hasta
como "los mandamientos kirchneristas para una nueva era", pero no son una cosa ni la otra. En principio, porque impostan un nestorismo tardío en el que no creen: los kirchneristas sostienen desde hace rato
que el kirchnerismo nace precisamente con la 125, que el pingüino era todavía un heredero de Duhalde y que la pingüina es quien en verdad llevó a la práctica el auténtico "proyecto".
Desandar esa creencia arraigada y religiosa implicaría asumir como gruesos yerros todas las radicalizaciones de la gran dama y reivindicar únicamente las desabridas prudencias iniciales de su marido. Ese nestorismo,
en todo caso, podría encarnarlo con mejor solvencia Roberto Lavagna, aunque está basado en otro engaño: la situación actual es similar al crac de 2001. El disfraz y la mentira sobre los que se basan
apuntan obviamente a crear una red para atrapar ingenuos de centro, en tiempos de votos amnésicos y desesperados. Por otra parte, Cristina es capaz de afirmar hoy sin cinismo y con absoluta sinceridad que no peleará
contra el campo, y levantarse una mañana y tener un arranque temperamental, y declarar una nueva conflagración. Como no reconoce pifiadas y como carece de punto muerto y marcha atrás, ese error quedaría
en pie, y sobre él se construirían los cimientos de otro edificio torcido. Este procedimiento narcisista, este jenga estrafalario de ejemplos múltiples, fue torciendo las política y la economía
en la Argentina y también en Venezuela, aunque ahora los muchachos del Instituto Patria, que jamás repudiaron el hambre ni los crímenes chavistas, juran que su modelo es más bien la civilizada Portugal,
como si la actual prosperidad de esa nación sufrida no se debiera al anterior ajuste consecutivo de socialistas y centristas, ambos asesorados por el Fondo y por Bruselas, y castigados en su momento por el voto y la
incomprensión popular. "No hay paraísos gratis", escribió el analista Andrés Malamud, que vive en Lisboa y desarmó el camelo.
Sobrevuela otra igualación errónea: Macri es tan culpable como Cristina de la grieta, y la doctora sigue competitiva porque el ingeniero la "infló" como
contrincante. La ocurrencia parte nuevamente del peronismo "racional" y es aceptada de un modo atolondrado por voces inteligentes. Para empezar, nadie en la Argentina moderna había institucionalizado desde
el Estado una política deliberadamente divisionista, como lo hizo el kirchnerismo y lo recomendaba Laclau. Difícil luego suturar esa tremenda fractura, más cuando la facción derrotada se niega a
entregar los atributos presidenciales, se enroca en su realidad paralela, declara que la nueva administración es una "dictadura", organiza una "resistencia" con escraches e intifadas, sabotea cualquier
cooperación parlamentaria y apuesta al colapso financiero, a la destitución y al helicóptero. Se le pueden hacer muchísimas críticas a la gestión de Cambiemos, pero emparejar semejante
belicismo con las imperfectas maneras de un gobierno más o menos republicano resulta un disparate. A menos, claro está, que entendamos las causas judiciales de corrupción como una acción pérfida
y "armada" por el Poder Ejecutivo (una mera cacería política) y no el resultado de que se levantó parcialmente el cepo judicial y eso permitió que por primera vez se investigara y procesara
a empresarios, políticos y sindicalistas millonarios. Esta peligrosa visión que iguala es una nueva "teoría de los dos demonios"; permite a la vez mirar el partido desde arriba y desde afuera,
y ser funcional al peronismo pop. Que no tuvo el talento ni la audacia para reemplazar a la arquitecta egipcia y que descarga esa responsabilidad en Balcarce 50. Este punto es también muy injusto con Cristina, a quien
se puede acusar de muchas tropelías y disfunciones, pero nunca de no ser ingeniosa, resiliente y representativa de un fragmento relevante de la sociedad. La última encuesta de Poliarquía ratifica que los
argentinos no se dividen en izquierdas y derechas, sino entre un sector cosmopolita, abierto y exportador, y otro estatista y endogámico. El peronismo pop bien podría representar a ese último grupo de
ciudadanos, pero nunca desde el crispado antisistema, sino desde la institucionalidad, el diálogo y la alternancia. Un país ideal tiene períodos de apertura y épocas de proteccionismo, y políticas
de Estado comunes y convivencia; sin ese sistema de partidos son imposibles la normalidad y la bonanza.
A la incapacidad para encarnar eficazmente ese noble objetivo, la dirigencia pop suma otro pecado: cede a veces al puro oportunismo y termina pegoteándose con los chavistas del
justicialismo dark, como le sucede a Bordet, para quien es más o menos lo mismo que el "consenso" partidario corone a Lavagna, a Massa, a Cristina o a Hannibal Lecter. El flamante PJ bonaerense es la obra
cumbre de las relaciones inescrupulosas. Ese aparato que ha corrompido y empobrecido la provincia durante 27 años sin recreos se presenta ahora a salvarnos de las pandemias mortales que generó. A Insaurralde,
que coqueteó con todos y amagó alguna vez con el peronismo razonable, no le hace ruido abrazarse hoy con Moyano ni con los númenes de la Cámpora, ni volver al redil de Espinoza y Magario, que como
todo el mundo sabe han hecho de La Matanza un remedo paradisíaco de Lisboa. Tampoco a Felipe Solá le molesta confraternizar con Scioli después de haberlo fustigado y despreciado con ardor a lo largo de
una década. El inefable Kicillof, durante el aquelarre del otro día, olvidó los mandamientos "buenistas" del Instituto Patria y sugirió que Vidal no luchó contra las mafias; se
esconde en una base militar por miedo a la gente, algo que ni los bonaerenses más descontentos creen de verdad. "Cuanto más te disfraces -decía Saramago-, más te parecerás a ti mismo".
© La Nación
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