Por Paulina Chavira
El 23 de abril es el Día E o Día del Español: el día en que las Naciones Unidas decidió conmemorar nuestra lengua para crear conciencia sobre el uso
del español o castellano como lengua oficial en la organización.
Se eligió esta fecha —que es también el Día del Libro— porque la ONU la toma como el día en que murió
Miguel de Cervantes Saavedra (aunque el Instituto Cervantes marca el 22 de abril de 1616 como fecha de su muerte).
Las efemérides y las conmemoraciones puede multiplicarse hasta el absurdo, pero tener un día dedicado a pensar en la tercera lengua más hablada en el mundo no es
un gesto superfluo. Hace algunas semanas, en el Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) que se celebró en Argentina, quedó claro que el español enfrenta desafíos vitales: la forma
en que se enseña, la conquista de la tecnología sobre las formas en que nos comunicamos, los modos en que incorporamos (o no) un lenguaje no sexista y que pueda reflejar una diversidad innegable de identidades
de género, la necesidad de consolidar el papel del español para sus hablantes nativos en tiempos en que el inglés ha tomado la delantera para bautizar nuevas realidades globales en entornos como internet
o los negocios.
Se estima que en el mundo hoy existen más de 570 millones de personas que hablan español; sin embargo, durante el CILE, José María Álvarez Pallete, presidente ejecutivo de Telefónica, aseguró que en la actualidad hay más máquinas que humanos hablando castellano: casi 700 millones de máquinas.
¿Quién define y redacta ese español que recibimos a través de las redes sociales, de los procesadores de texto, del correo electrónico, de las plataformas
que emiten series y películas en continuo? ¿Quién ha dedicado tiempo y recursos a enseñarles una lengua real a las máquinas, a pensar en la formación o los sesgos que tiene el español
que hablan y reproducen nuestros dispositivos?
El paso de los siglos no ha transformado uno de los principales desafíos para el español —cómo enseñarlo—, sino que parece haber reproducido
la velocidad a la que suceden los cambios y la cantidad de individuos que deben aprenderlo: no solo es hora de nombrar nuevas realidades, también es momento de enseñarles español a las máquinas.
La inteligencia artificial
Los programas de aprendizaje automático, los algoritmos, los procesadores de texto, los nuevos delitos… casi todos se escriben —o se acuñaron—
en inglés (cuyo día también se conmemora hoy, pues se recuerda la muerte de William Shakespeare, que sucedió el 23 de abril de 1616 según el calendario juliano). El inglés va a la
vanguardia en la formación del lenguaje tecnológico y la creación de términos en la era digital, y recién esta edición del CILE —la octava— ha reconocido que el español
ha sido lento para buscar y proponer alternativas.
Durante el congreso hubo un momento revelador sobre el modo en que se definen hoy las reglas del juego: algunos participantes aprovecharon el encuentro para reclamarles a los españoles
y a su academia que la película Roma, de Alfonso Cuarón, haya sido subtitulada en español peninsular. Pero la decisión de incluir
esa variante de subtítulos no fue de la RAE o del gobierno, sino de Netflix. Son las grandes corporaciones tecnológicas (Google, Amazon, Netflix, Facebook, Microsoft) las que están decidiendo actualmente
qué español hablamos en nuestra vida digital… y también en la vida en general.
¿Qué palabras marca como incorrectas tu celular cuando escribes un mensaje de texto? ¿Apple sabe que a partir de 2010 el prefijo “ex” se escribe unido a
“director”? ¿Qué dice tu autocorrector? El experto informático Chema Alonso —jefe de Datos de Telefónica— habló de una investigación elocuente: de las 93.000
palabras que están en el Diccionario de la lengua española, dijo, Word no reconoce 7500 y Google desconoce 8700 (información relevante para quienes preguntan al buscador cómo escribir tal o cual palabra).
Si no enseñamos a nuestros dispositivos a hablar y escribir español —el que sí hablamos—, seguiremos perpetuando sesgos y estereotipos que la inteligencia artificial
solo reproduce: si en el traductor de Google, de inglés a español, escribes “the nurse”, la propuesta en castellano será “la enfermera”, a pesar de que en inglés no hay ninguna marca de género que
indique que la traducción debe hacerse a un sustantivo en femenino. Ahora, si traduces “the doctor”, la propuesta en castellano es un sustantivo en masculino.
En un intento por despertar a las academias de su letargo, Álvarez Pallete propuso que algún representante de la inteligencia artificial ocupe un sillón en la academia
(que Mario Tascón, presidente de la Fundación del Español Urgente, sugirió que fuera nombrado con la arroba
—@—); a ver si así comenzamos a incidir en el español de las tecnologías.
Ya es hora, amigues
A pesar de que cada vez se usan más los desdoblamientos (“ciudadanos y ciudadanas”); del empleo inclusivo de “@”, “x”, “e”; de que hay una conciencia creciente del sexismo lingüístico, los organizadores del Congreso Internacional de la Lengua no consideraron que fuera necesario abordar este asunto a profundidad. No hubo siquiera un pánel específico para exponer, con argumentos, el rechazo a lo que se ha dado por llamar “lenguaje inclusivo” (aunque, como bien apuntó la escritora argentina Luisa Valenzuela, este nombre es un calco del inglés).
Fue casi al final del congreso, en una mesa destinada a la discusión de la “Corrección política y lenguaje”, que cuatro de los cinco ponentes decidieron
hablar de los eufemismos, y solo el escritor mexicano Jorge Volpi habló de la desigualdad entre hombres y mujeres perpetuada por la lengua, así como de la necesidad de reconocer esa discriminación para corregirla o limitarla.
Las respuestas de buena parte de los académicos y de escritores van siempre en la misma línea: que dónde quedaría la economía del lenguaje, que los
usos de “x”, “@” y “e” afean (¿según qué parámetros?) la lengua, que el masculino genérico es inclusivo y suficiente. Es momento de que las academias, de
que quienes estudian y se dedican a la lengua, de que todos los hispanohablantes nos tomemos en serio este asunto: estas alternativas se están usando, cada vez con más frecuencia y en más espacios, es
necesario que las conozcamos, que las estudiemos y encontremos una forma efectiva de usarlas… o no.
Al final, somos los hispanohablantes quienes decidimos cómo se escribe o se habla, pero al seguir ignorando realidades se corre el riesgo de reafirmar una idea común: que
las academias están muy lejos de los hablantes y del español que se habla.
Un amor traicionero
El español es la segunda lengua más hablada en redes sociales y la tercera más usada en internet. Adriana Valdés, directora de la Academia Chilena de la Lengua, usa #HayCastellano en Twitter para señalar la siutiquería de las personas que ven un poder mágico en las palabras en inglés [una persona siútica es la que “presume de fina y elegante, o que procura imitar en sus costumbres o modales a las clases más elevadas de la sociedad].
Si los hispanohablantes no nos hacemos conscientes de las enormes posibilidades de nuestra lengua, es poco probable que logremos que en la tecnología, los negocios y la cultura
se reflejen los matices del mundo que sucede en español.
No se trata de rechazar otros idiomas, sino de recordar que el nuestro posee una riqueza infinita y maleable, capaz de definir aquello que nos parece más refinado decir en inglés
o francés (¿algún día nos sentiremos así con el chino?). Se trata de entender que solo hace falta buscar alternativas en castellano, aunque eso exija pensar y reflexionar, investigar y, a veces,
ser creativos. Porque en eso consiste mantener viva una lengua.
Para 2060 se calcula que el segundo país con más hispanohablantes será Estados Unidos, precedido por México, en donde ahora habitan poco más de 120 millones de personas
que hablan español.
Tal vez es momento de que dejemos de educarnos como personas dominadas por un castellano estático y monolítico y empecemos a conocerlo a fondo: sus virtudes, sus limitaciones,
sus áreas de oportunidad. Solo así seremos menos solemnes y estridentes con los cambios en nuestra la lengua y dejaremos de escandalizarnos porque “le quitaron” la tilde a “solo”.
Un amor conservador
La forma en que aprendemos sobre la lengua marca nuestra relación con el español. La educación básica que recibimos se enfoca en la enseñanza de las
normas ortográficas y gramaticales para que los hispanohablantes, básicamente, hablemos el mismo idioma.
Pero esa educación deja de lado el cambio constante al que cualquier lengua está sometida: a pesar de que repetimos como un mantra que la lengua cambia, que es dinámica,
que está viva, cada vez que se proponen cambios a las normas, que surgen nuevas palabras, que hay nuevos conceptos y realidades que nombrar, nuestra flexibilidad desaparece (y todos aquellos que no dudan un segundo
en usar coach en vez de decir, “asesor”, “guía” o “entrenador” parecen ponerse de acuerdo para salir a gritar
“¡Herejía!”).
Si desde que aprendemos las “reglas del juego” entendiéramos que estas pueden ser modificadas por el uso o que habrá que estar preparados para los cambios,
sabríamos que es necesario mantener una relación constante y de conocimiento continuo de lo que creíamos que solo debíamos estudiar de los 6 a los 12 años. El aprendizaje de la lengua es,
en esencia, un juego que no se acaba nunca.
En la presentación del Glosario de términos gramaticales (que se publicará a finales de este año en Salamanca, España), el académico Ignacio Bosque dijo que “nuestro mayor reto es que los estudiantes vean a la lengua como propia: hay que conseguir que vean a las subordinadas sustantivas como suyas”.
¿Alguien que recuerde qué son las subordinadas sustantivas? Bueno, pues eso.
© The New York Times
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