Por Manuel Vicent |
Ahora camina con la memoria perdida. Apenas visitan su cerebro lejanas sombras de un tiempo en que explicaba teología en Múnich, tal vez en Tubinga, y también imágenes esfumadas en las que se recuerda con el uniforme de las juventudes hitlerianas. Su Dios teológico se halla muy alejado de los males de este mundo, ya que solo es un artificio extremadamente sutil de su mente privilegiada. Tres personas y una sola naturaleza, tres naturalezas y una sola sustancia.
El otro Pontífice se llama Francisco. Lleno de congoja pasea por el jardín con unos zapatones negros preparados para pisar muchos charcos.
Su Dios es un ente embarrado que a duras penas logra abrirse paso entre sucias cuestiones para las que la teología no tiene respuestas. Los inmigrantes, los homosexuales, la congénita
pedofilia de la Iglesia, el hambre, la guerra, el dolor de los inocentes.
El Dios de Benedicto XVI calló en Auschwitz, el de Francisco también calló cuando unos aviones militares arrojaban al mar a cientos de jóvenes torturados
e innumerables muertos perdieron su nombre en las fosas comunes. Un Papa sin memoria ni siquiera se pregunta quién puede ser esa figura como la suya, que unas veces se acerca y otras se aleja.
No son los senderos del jardín del Vaticano los que se bifurcan, sino el Dios distinto que cada Papa lleva en la cabeza. Uno incontaminado, otro lleno de barro, los dos unidos
por el mismo silencio.
© El País (España)
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