Por María Sáenz Quesada (*)
Visité el cementerio de Darwin en 2013, en esa breve recorrida que autorizan la escala en las Islas Malvinas de los grandes cruceros. Impresionan las cruces blancas alineadas según las había visto en los cementerios de guerra en Europa. En esa planicie de pastos duros, castigada por el viento, unas tumbas
llevaban nombre, otras la leyenda “Soldado sólo conocido por Dios”.
En el pequeño monumento conmemorativo, figuraban los nombres de todos los caídos, algunos habían protagonizado hazañas reconocidas
y valoradas, de otros nada se sabía.
En estos tiempos en que tanto se habla de grietas que se profundizan, me es grato comprobar que en torno a la memoria de la Guerra del Atlántico Sur las heridas tienden a cerrarse, aunque sea en parte; que se avanzó considerablemente en el reconocimiento de las tumbas sin nombre y que sus familias viajaron a Darwin y fueron recibidas con respeto. También recuerdo al menos dos desfiles,
en 12016 y 2017, en que los veteranos de Malvinas, oficiales y soldados, venidos de regiones distantes y del conurbano bonaerense con sus banderas, desfilaron y fueron aplaudidos por una multitud conmovida. No hubo agresiones
ni rivalidades. Honor a los que dieron tanto por la patria.
Otro motivo de satisfacción, es la nueva cercanía con la población de las Islas, que con el paso del tiempo empieza a ver con mejores ojos a los argentinos, aunque persista la inevitable desconfianza. Actos religiosos en memoria de los muertos en la guerra, acciones deportivas,
intercambio de estudiantes, vuelos más frecuentes, interés por conocerse mutuamente, constituyen una forma de reconstruir relaciones que se intentaron hace décadas hasta que fueron abruptamente interrumpidas.
No hay otro camino en lo que respecta a las Malvinas que crecer como país serio y creíble, que constituya otra opción de vida posible para quienes habitan un territorio aislado y dependiente de la lejana metrópoli, sin posibilidad de verdadera autonomía.
(*) Historiadora
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