Por Martín Caparrós |
(Aunque, visto lo visto en estos
últimos milenios, también sería peligroso: las controversias de inmortales
suelen chorrear sangre mortal).
Y es cierto que estarían de acuerdo en muchas cosas
—cuestiones de poder, catástrofes y plagas, la muerte como chantaje
indispensable—, pero disentirían en otras: hay dioses más tolerantes o más
distraídos o menos obsesos. Sobre todo en ese punto que a algunos les importa
tanto: los sexos y sus usos —y la conducta de sus sacerdotes al respecto.
Jehová, sin ir más lejos, ordena a los suyos que se casen
porque, como les dijo, “un hombre no está completo sin su esposa”, y que
crezcan y se multipliquen, que es lo suyo. Alá, siempre más, les dice que no
tengan esposa sino esposas, total mujeres sobran. Buda trató de que sus
clérigos nipones ni fornicaran ni follaran ni nada, pero tenía tanta dificultad
para convencerlos que al final les permitió que se casaran. Y los dioses
cristianos también tienen opiniones varias. Al dios cristiano que adoran unos
ingleses y muchos americanos, por ejemplo, no le importa que sus sacerdotes
tengan mujer y hagan, con ella, hijos o lo que puedan. Al dios cristiano que
adoran ciertos rusos le parece bien que se busquen una esposa, pero si se les
muere no les deja buscar otra. En cambio, el dios cristiano que adoran los
romanos y españoles y sudacas y algunos africanos dice que ni ahí. Bueno, ahora
lo dice.
Durante más de mil años no lo dijo: debía estar distraído.
Hasta el siglo XII muchos de sus sacerdotes se casaban, y era un lío: esos
señores tenían hijos y trataban de legarles sus cargos, sus bienes, sus
parroquias, sus tramas de poder —y entonces este dios y su Iglesia debían
pelear por ellos contra ellos. Así que este dios intervino en un par de
concilios de sus representantes y los indujo a decir que siempre había dicho lo
que nunca había dicho: que sus curas y monjes no podían casarse ni maritar ni
un poco. Tardaron siglos en convencer a todos.
(Nada más fascinante que ver las piruetas de algunos de
estos dioses para hacernos creer que nunca cambian, que sus caprichos son tan
eternos e inmutables como ellos. Pobres, todos entenderíamos si nos explicaran
que se aburren, que es un plomo pasarse el infinito pensando lo mismo y que en
la variación está el gusto).
Aquel cambio de este dios fue un terremoto. El celibato de
sus servidores se transformó en una de las reglas más distintivas de su orden.
Y fue —a esta altura él ya debe saberlo, es lento pero tampoco tonto— un error
espantoso. Nada le ha hecho más daño a su imagen que esa prohibición y sus
efectos. Por ella, sus sacerdotes debían portarse como diosecitos y no eran,
así que se lanzaron a bochornosas tropelías: como no podían tocar lo que
querían, empezaron a tocar otros instrumentos, y el coro sacro dio en sonar
fatal.
Este dios lo sabe: por esa imposición convirtió a muchos de
sus servidores más directos en obsesos predadores que, por siglos, consiguieron
salirse con la suya —o el suyo— porque tenían poder. Pero ya no tienen tanto, y
él tampoco, y los relatos de las víctimas y la defensa de los victimarios le
complican la vida. Ya tenía sus problemas, pero nada le ha hecho tanto daño
últimamente.
Así que ahora debe estar buscando el modo de hacer como Buda
o como él mismo y cambiar de idea sin que se note mucho: decir bueno, ahora
pienso esto y antes cuando parecía que pensaba esto otro en realidad pensaba
esto mismo pero ese pensamiento estaba ínsito dentro de este pensamiento que mi
pensamiento no parecía pensar para que ustedes, hombres sin pensamiento, no
pensaran que pensaba otras cosas que pensar no podrían. Y no sean insolentes,
digan amén y cállense la boca.
Hubo tiempos en que le funcionaba.
© El País Semanal
0 comments :
Publicar un comentario