Por Carmen Posadas |
Si a esto unimos el desprestigio de la razón y el prestigio de los sentimientos (sí, ya saben, ese mantra según el cual hay que ir siempre
«donde el corazón te lleve», blablablá, «seguir tus impulsos», etcétera), ya tenemos el perfecto retrato del hombre y la mujer actuales. Berardi nos recuerda que la modernidad nació
con la imprenta, que hizo posible la difusión de la cultura en miles de copias. Esto modificó nuestra forma de pensar, de construir una idea, de ver el mundo. Un gran paso para la humanidad, toda una revolución,
y, sin embargo, ahora vivimos una segunda mutación telecomunicativa aún más notable porque, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, a la comunicación de nuestro tiempo le falta un elemento
fundamental: la corporeidad.
Dicho de otro modo, hasta que aparecieron en nuestras vidas las redes sociales, un individuo, al interactuar con otro, captaba diversos mensajes subliminales
producidos por esa corporeidad que ahora se ha perdido. Gestos, entonaciones, lenguaje corporal, olores incluso. También el modo en que se dice algo, en qué contexto, en qué momento o con qué estado
de ánimo. En resumen, miles de secretos mensajes que es imposible captar cuando la comunicación es virtual y no presencial. Y es tal la sobredosis de contactos virtuales que uno mantiene que se pierde por completo
el espíritu crítico. Tanto que hemos vuelto al discernimiento más elemental, al que puede tener un niño de tres años: me gusta o no me gusta. O, dicho en el lenguaje de Internet, que queda
más cool y enrollado: pulgares arriba o pulgares abajo.
Otro efecto que se produce con esta nueva forma de comunicarse es una falsa proximidad e intimidad. Pasiones fulgurantes que nacen y se consuman sexualmente
en un mismo día, amistades eternas que duran una semana, amores inverosímiles con personas con las que en el mundo real no nos habría apetecido tomar ni un café. ¿Es tanta la información,
son tantas las sensaciones e impresiones que estamos perdiendo la capacidad de decidir, de discernir? El problema, según el profesor Berardi, no son la famosas fake news ni los engaños de Internet; engaños y mentiras han existido siempre. El dato nuevo es lo que está ocurriendo dentro de nuestro cerebro. Este está
‘programado’ para un ritmo más lento de acontecimientos y, por tanto, es incapaz de procesar la complejidad del universo tecnológico. Le cuesta separar el trigo de la paja, lo importante de lo accesorio,
lo bueno de lo malo. Por eso se producen esas enormes contradicciones. Como el hecho de que, en un mundo hiperinformado, la mentira campa a sus anchas mientras que, en una época en la que las relaciones humanas parecen
ser más fáciles de establecer, palabras como ‘sentimiento’, ‘pasión’, ‘amistad’ o ‘amor’ se han abaratado hasta no
significar absolutamente nada. O como lo expresaba el otro día en la radio una señora contando sus desventuras con las relaciones que se entablan en Internet: «Entras en
contacto con alguien y, al principio, parece que lo conoces de siempre. Te cuenta su vida, tú le cuentas la tuya, te confiesas, te empelotas, le mandas fotos sexis que no mostrarías a ninguna otra persona; él
te jura que te quiere, tú también; habláis de casaros y, tres días más tarde, desaparece sin dejar rastro. Ya ves, tanto amor y to pa na. Y lo mismo ocurre con la gente de Faisbú.
¿De qué te sirve tener un millón de amigos como el Roberto Carlos ese, si a la hora de la hora estás más sola que la una?».
Según Berardi, para las personas de la era predigital, lo que está pasando es incomprensible porque estamos programadas para otra forma de relacionarnos.
La tecnología no es buena ni mala, añade él, solo tenemos que aprender a funcionar con otros parámetros. Tal vez, pero a mí, qué quieren que les diga, me coge ya un poco vieja. Donde
esté un gin-tonic con un solo amigo real que se quite Roberto Carlos y toda su virtual patulea.
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