Por Jorge Fernández Díaz |
Una voz en off
lo castiga: "Su pensamiento es también el de una intelectualidad sumisa al
poder neocolonial. La 'intelligentzia' del sistema. Una élite que traduce al
castellano la ideología de los países opresores". A continuación, y con
idéntico desprecio, los directores les caen a chicos que salen de los cines,
bailan rock o miran discos por Lavalle, y a personas que concurren comiendo
bananas a un happening del Instituto Di Tella, a quienes contrastan con
un entierro colla en Jujuy: la Argentina frívola y cipaya contra la Argentina
seria y auténtica. El escritor Carlos Gamerro rescata este episodio y explica:
la idea era presentar al autor de Aquí vivieron como una especie en
extinción, la clase de sujetos que serían barridos del mapa por la revolución
nacional y popular: "No soy capaz de ver esta escena-añade- sin abrigar la
sospecha de que a Manucho también lo eligieron por maricón, además de por
aristócrata y decadente: con lo machista que era la cultura militante de
aquellos tiempos, casi va de suyo". Después Pino se exilió, como
corresponde a un latinoamericanista de profundas convicciones, en España y en
Francia. Y Mujica Lainez cayó en desgracia en las aulas y los cenáculos, y lo
borraron de la historia, hasta que una colección de cuentos lo indultó hace un
ratito nomás; muchos colegas descubrieron entonces que era un gran prosista.
Gamerro, además de ser un novelista destacado, firma uno de los ensayos
fundamentales del siglo XXI: Facundo o Martín Fierro. Los libros que
inventaron la Argentina. Un trabajo que deberían sumar a su dieta
bibliográfica los politólogos vernáculos, puesto que alumbra desde la crítica
literaria otra visión acerca de las narraciones que formatearon la política en
estos doscientos años de desventuras. Sin compartir la hipótesis ideológica de
Borges, la propuesta de Gamerro parte de una creencia borgeana: otra habría
sido nuestra historia, y mejor, si el pueblo hubiera canonizado la obra de
Sarmiento, y su épica contra el caudillismo populista y retardatario, y no el
genial poema de Hernández, y su exaltación del desertor y el renegado. Debajo
de esta postulación late la vieja disputa entre unitarios y federales, la
civilización versus la barbarie, los liberales contra los nacionalistas, pero
también las premisas de Oscar Wilde: el Japón fue inventado por sus artistas y
el siglo XIX por Balzac; y la vida imita a Shakespeare, no al revés. Es una
idea perturbadora: una serie de libros escritos en soledad van construyendo
ideas, modos y arquetipos que primero penetran en las elites lectoras y luego
se masifican y se convierten en hábitos populares, y al final en sentido común.
El autor, que no participa del antiperonismo ni de su anverso, y que solo
interviene como un teórico de la literatura, sostiene que Borges elige esos dos
libros antagónicos para aludir a lo que sería la piedra de toque de su
obsesión: la batalla cultural contra el peronismo.
El asunto parece remoto, pero resulta increíblemente actual. Siguiendo
esos razonamientos, Gamerro sostiene que la Argentina es una construcción
literaria: primero la imaginan los escritores (Sarmiento, Alberdi, Mitre,
Mansilla) y luego ellos mismos la llevan a la práctica como políticos y
estadistas. Ese modelo intelectual se acaba cuando muchos años más tarde
irrumpe el peronismo, con su particular mitología, su teatralidad calculada y
su propio relato ficcional. Frente a esto, Borges y Cortázar reaccionan de
manera parecida pero diferente. El autor de El Aleph dice: "Los
peronistas son gente que se hace pasar por peronista para sacar ventaja".
Califica de irreal, de horrible simulacro y de melodrama ese fenómeno: "El
17 de octubre de 1945 se simuló que un coronel había sido arrestado y
secuestrado y que el pueblo de Buenos Aires lo rescataba". El padre de Rayuela
también se refiere a la irrealidad del régimen, pero se plantea una duda:
el peronismo es una ilusión y nosotros, la realidad, ¿o todo lo contrario? Esa
escenificación y esa farsa signaron a los gobiernos kirchneristas, y todo
señalamiento de aquella impostura indignaba a Carta Abierta.
El núcleo del ensayo de Gamerro se encuentra, sin embargo, en la
posibilidad de sintetizar el siglo XIX con dos contrafiguras (Rosas y
Sarmiento) y la imposibilidad de emparejar en el siglo XX a Perón con algún antagonista de semejante
envergadura. Gamerro sugiere que Borges, por su relevancia universal, podría
ocupar ese rol. La formulación es ingeniosa y conviene a su tesis, pero deja al
desnudo esa dramática vacancia en el terreno de la política real: no existe un
oponente conceptual de peso que le haga frente a Perón y equilibre su
irresistible influencia. Tal vez ese hombre prodigioso pudo haber sido Raúl
Alfonsín, pero el incendio de la economía quemó también su chance histórica. El
antiperonismo más cerril se empleó a fondo en conseguir el regreso de Perón;
los bombardeos a civiles, el secuestro del cadáver de Eva, los fusilamientos,
los golpes de Estado, la ineficiencia económica y la larga proscripción fueron
acontecimientos aberrantes y paradójicamente funcionales a su victimización y a
su vuelta. Borges se equivocaba garrafalmente al creer que la función acababa
con las lluvias de 1955 y que, por el simple gesto de no nombrarlo, el
peronismo desaparecería. Ni él, que esperaba lo peor, ni el propio Perón, que
nunca dejó de ser un militar conservador y ordenancista, podían imaginar
tampoco la degeneración que se operaría en el justicialismo post mórtem, cuando
libre ya de persecuciones y de pistoleros fascistas de izquierda y de derecha,
entrara en la era democrática y se apoderara del Estado. Que utilizó para hacer
negocios sucios, impulsar una hegemonía a cualquier precio, prohijar miseria y
clientelismo y destruir su declamada cultura del trabajo, como el PJ bonaerense
hizo expresamente a lo largo de su ininterrumpido soliloquio de 27 años.
El libro de Gamerro confirma, a su vez y quizá a su pesar, hasta qué
punto el peronismo colonizó la universidad y a las nuevas generaciones, y anexó
a la izquierda cultural; casi nadie quiere allí formular una crítica
contundente para no caer bajo el epíteto de "gorila", animalización
aceptada hasta por los antiperonistas más acérrimos, que en el colmo de la
sumisión a la lengua triunfante adoptan el insulto zoológico con orgullo
resignado. En la facultad, naturalmente, nadie quiere ser borrado como lo fue
Manucho. Y fuera de ella, el peronismo también psicopateó a los periodistas,
moldeó a los empresarios, y consiguió que sus ficciones y "crasas
mitologías" fueran asimiladas por el gran público, incluso por aquel que
vota sistemáticamente en contra, pero repite sus cuentos fantásticos con
automatismo de lector ingenuo. Tal vez Gamerro nos deba otro ensayo, ahora
sobre Perón, aunque no como gran conductor sino como eximio escritor de la
aventura nacional. Sería una historia de triunfo literario y decadencia
colectiva.
© La Nación
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