domingo, 3 de marzo de 2019

Perón sigue escribiendo nuestras vidas

Por Jorge Fernández Díaz
El arte refleja, pero también crea la realidad: una película "inventó" el relato setentista y articuló todas las argumentaciones de época que hicieron luego posible el montonerismo. Se llamó La hora de los hornos, la codirigió Pino Solanas y entre muchos momentos amenazantes o estrafalarios se destaca uno de los más vergonzosos: el escrache a Manuel Mujica Lainez. La cámara se le acerca en una firma de libros para mostrarlo junto a caballeros bienudos y señoras paquetas, con los dedos enjoyados y una admisión obvia: su eterna deuda con la cultura europea.

Una voz en off lo castiga: "Su pensamiento es también el de una intelectualidad sumisa al poder neocolonial. La 'intelligentzia' del sistema. Una élite que traduce al castellano la ideología de los países opresores". A continuación, y con idéntico desprecio, los directores les caen a chicos que salen de los cines, bailan rock o miran discos por Lavalle, y a personas que concurren comiendo bananas a un happening del Instituto Di Tella, a quienes contrastan con un entierro colla en Jujuy: la Argentina frívola y cipaya contra la Argentina seria y auténtica. El escritor Carlos Gamerro rescata este episodio y explica: la idea era presentar al autor de Aquí vivieron como una especie en extinción, la clase de sujetos que serían barridos del mapa por la revolución nacional y popular: "No soy capaz de ver esta escena-añade- sin abrigar la sospecha de que a Manucho también lo eligieron por maricón, además de por aristócrata y decadente: con lo machista que era la cultura militante de aquellos tiempos, casi va de suyo". Después Pino se exilió, como corresponde a un latinoamericanista de profundas convicciones, en España y en Francia. Y Mujica Lainez cayó en desgracia en las aulas y los cenáculos, y lo borraron de la historia, hasta que una colección de cuentos lo indultó hace un ratito nomás; muchos colegas descubrieron entonces que era un gran prosista.

Gamerro, además de ser un novelista destacado, firma uno de los ensayos fundamentales del siglo XXI: Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina. Un trabajo que deberían sumar a su dieta bibliográfica los politólogos vernáculos, puesto que alumbra desde la crítica literaria otra visión acerca de las narraciones que formatearon la política en estos doscientos años de desventuras. Sin compartir la hipótesis ideológica de Borges, la propuesta de Gamerro parte de una creencia borgeana: otra habría sido nuestra historia, y mejor, si el pueblo hubiera canonizado la obra de Sarmiento, y su épica contra el caudillismo populista y retardatario, y no el genial poema de Hernández, y su exaltación del desertor y el renegado. Debajo de esta postulación late la vieja disputa entre unitarios y federales, la civilización versus la barbarie, los liberales contra los nacionalistas, pero también las premisas de Oscar Wilde: el Japón fue inventado por sus artistas y el siglo XIX por Balzac; y la vida imita a Shakespeare, no al revés. Es una idea perturbadora: una serie de libros escritos en soledad van construyendo ideas, modos y arquetipos que primero penetran en las elites lectoras y luego se masifican y se convierten en hábitos populares, y al final en sentido común. El autor, que no participa del antiperonismo ni de su anverso, y que solo interviene como un teórico de la literatura, sostiene que Borges elige esos dos libros antagónicos para aludir a lo que sería la piedra de toque de su obsesión: la batalla cultural contra el peronismo.

El asunto parece remoto, pero resulta increíblemente actual. Siguiendo esos razonamientos, Gamerro sostiene que la Argentina es una construcción literaria: primero la imaginan los escritores (Sarmiento, Alberdi, Mitre, Mansilla) y luego ellos mismos la llevan a la práctica como políticos y estadistas. Ese modelo intelectual se acaba cuando muchos años más tarde irrumpe el peronismo, con su particular mitología, su teatralidad calculada y su propio relato ficcional. Frente a esto, Borges y Cortázar reaccionan de manera parecida pero diferente. El autor de El Aleph dice: "Los peronistas son gente que se hace pasar por peronista para sacar ventaja". Califica de irreal, de horrible simulacro y de melodrama ese fenómeno: "El 17 de octubre de 1945 se simuló que un coronel había sido arrestado y secuestrado y que el pueblo de Buenos Aires lo rescataba". El padre de Rayuela también se refiere a la irrealidad del régimen, pero se plantea una duda: el peronismo es una ilusión y nosotros, la realidad, ¿o todo lo contrario? Esa escenificación y esa farsa signaron a los gobiernos kirchneristas, y todo señalamiento de aquella impostura indignaba a Carta Abierta.

El núcleo del ensayo de Gamerro se encuentra, sin embargo, en la posibilidad de sintetizar el siglo XIX con dos contrafiguras (Rosas y Sarmiento) y la imposibilidad de emparejar en el siglo XX a Perón con algún antagonista de semejante envergadura. Gamerro sugiere que Borges, por su relevancia universal, podría ocupar ese rol. La formulación es ingeniosa y conviene a su tesis, pero deja al desnudo esa dramática vacancia en el terreno de la política real: no existe un oponente conceptual de peso que le haga frente a Perón y equilibre su irresistible influencia. Tal vez ese hombre prodigioso pudo haber sido Raúl Alfonsín, pero el incendio de la economía quemó también su chance histórica. El antiperonismo más cerril se empleó a fondo en conseguir el regreso de Perón; los bombardeos a civiles, el secuestro del cadáver de Eva, los fusilamientos, los golpes de Estado, la ineficiencia económica y la larga proscripción fueron acontecimientos aberrantes y paradójicamente funcionales a su victimización y a su vuelta. Borges se equivocaba garrafalmente al creer que la función acababa con las lluvias de 1955 y que, por el simple gesto de no nombrarlo, el peronismo desaparecería. Ni él, que esperaba lo peor, ni el propio Perón, que nunca dejó de ser un militar conservador y ordenancista, podían imaginar tampoco la degeneración que se operaría en el justicialismo post mórtem, cuando libre ya de persecuciones y de pistoleros fascistas de izquierda y de derecha, entrara en la era democrática y se apoderara del Estado. Que utilizó para hacer negocios sucios, impulsar una hegemonía a cualquier precio, prohijar miseria y clientelismo y destruir su declamada cultura del trabajo, como el PJ bonaerense hizo expresamente a lo largo de su ininterrumpido soliloquio de 27 años.

El libro de Gamerro confirma, a su vez y quizá a su pesar, hasta qué punto el peronismo colonizó la universidad y a las nuevas generaciones, y anexó a la izquierda cultural; casi nadie quiere allí formular una crítica contundente para no caer bajo el epíteto de "gorila", animalización aceptada hasta por los antiperonistas más acérrimos, que en el colmo de la sumisión a la lengua triunfante adoptan el insulto zoológico con orgullo resignado. En la facultad, naturalmente, nadie quiere ser borrado como lo fue Manucho. Y fuera de ella, el peronismo también psicopateó a los periodistas, moldeó a los empresarios, y consiguió que sus ficciones y "crasas mitologías" fueran asimiladas por el gran público, incluso por aquel que vota sistemáticamente en contra, pero repite sus cuentos fantásticos con automatismo de lector ingenuo. Tal vez Gamerro nos deba otro ensayo, ahora sobre Perón, aunque no como gran conductor sino como eximio escritor de la aventura nacional. Sería una historia de triunfo literario y decadencia colectiva.

© La Nación

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