Por Martín Caparrós |
El presidente mexicano, un señor López Obrador, descendiente de españoles, ha pedido en español al rey de España que pida perdón por lo que hicieron sus ancestros —los del rey, aparentemente— cuando invadieron estas tierras.
El rey, como no es más que un rey, no puede contestarle
como Borges que los que invadieron estas tierras fueron los ancestros de los americanos, no de los españoles. Y menos puede decirle que lo que hicieron no fue peor que lo que hacían regularmente esos aztecas/mexicas
que entonces eran verdugos y ahora sirven como víctimas. Ni que si esos señores no hubieran sido violentos y autoritarios y caníbales, 500 españoles jamás habrían podido vencerlos; que solo lo consiguieron con la ayuda de millones de vasallos hartos, ansiosos por sacudirse aquella dictadura,
sin suponer que estaban por caer en otra.
En general, las sociedades se arman cuando sus integrantes ocupan tierras que otros ocupaban. En México central en esos días el ciclo de invasiones
ya llevaba milenios, y pocas más sangrientas que la de los mexicas, pero el presidente de México no les pide que pidan perdón a los xochimilcas, otomís o tlaxcaltecas que masacraron y comieron;
se lo pide a los españoles. Es el tipo de racismo en que se basa el indigenismo americano: hay invasores, siempre hubo invasores, pero condenamos a los invasores que tenían la piel más clara y olvidamos
las invasiones de los que la tenían parejamente oscura.
El pedido de perdón de AMLO es un gesto de peronismo explícito: un gobierno que perora inflamado a favor de un sector mientras sus actos lo perjudican
sin remedio. El Tren Maya que AMLO quiere montar en Yucatán, por ejemplo, desarma la economía de la zona y convierte a sus pobladores, mayormente indios, en sirvientes del turismo.
Y, más en general: hace dos siglos que los que oprimen a los indios mexicanos no son los españoles sino el Estado y los ricos mexicanos.
Pero el pedido de López Obrador es, sobre todo, interesante como síntoma de un problema mayor: la construcción de una identidad. “Porque somos y no/ somos
la China/ que esos barcos soñaron”, resumió un autor casi contemporáneo. Llevamos cinco siglos tratando de saber quiénes somos: lo propio de cualquier cultura es preguntárselo. Lo que
no admite dudas es que, aquí, la enorme mayoría de esas preguntas se hace en castellano. Aunque aparezcan, de tanto en tanto, fracciones bienintencionadas que deploran su filiación conquistadora y se sienten,
sintiéndose del lado de los pobres, retoños de los indios.
Y se construyen esa identidad que niega su identidad. No se piensan, como López Obrador, como tantos, descendientes de alguna de las olas migratorias europeas, mezcladas o no
con los que habían llegado a América diez mil años antes. Se imaginan herederos de esos migrantes anteriores y los llaman “pueblos originarios”: como si gentes hubieran nacido de los ríos
y los árboles, como si no hubieran llegado. Los atrae la melancolía de ligarse con unos seres angélicos, buenos salvajes a la Rousseau de saldo, habitantes de aquella edad de oro pastoril en que todos
eran sensibles y ecologistas y convivían con los animales y solo se comían a las personas que se lo merecían. Es fácil exaltarlos porque ahora son los oprimidos. Pero, por desgracia, nada demuestra
que los que sufren el poder son mejores per se. Lo son mientras no lo tengan; el problema del poder no es quién lo ejerce, es el poder —que cambia,
claro, a quien lo tiene—.
Que no obste: nunca dejes que la realidad te arruine una buena historia. Los melancólicos bienintencionados se construyen, entonces, una muy a propósito y se incluyen en
ella y se arman esa identidad; su obstáculo principal es el idioma. Se dicen oprimidos pero en la lengua de los opresores —que, para bien y para mal, es la nuestra—. En esa lengua se redactaron las proclamas
de San Martín y Bolívar, por ejemplo, y los relatos aventureros de Guevara y los cuentos de Borges y las historias de García Márquez y los poemas de Sor Juana; en esa lengua condenan la llegada
de esa lengua.
Hoy, en la Córdoba argentina —que se llama así, obviamente, porque antes hubo una Córdoba andaluza bautizada por españoles romanos o por españoles
musulmanes—, unos pocos cientos nos reunimos para discutirla en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española. Es discutible que lleguemos a algo: estas reuniones suelen ser más protocolo que producción,
más ocurrencia que descubrimiento. Pero suscita oposiciones: un grupo de intelectuales se alzó para denunciar, entre otras cosas, que “la realización el congreso pretende reconfirmar el carácter hegemónico del español peninsular en esta zona del mundo, es decir, afirmar esa versión del español
como idioma central para los gobiernos y para el poder. Que el congreso viene a asfaltarle el camino al empresariado español, a facilitarle las comunicaciones para sus negocios”.
España, pobre, no ha sabido hacer buenos negocios con el castellano. Quiso apropiarse de la marca: el Instituto Cervantes es un coto bien guardado, donde los sudacas tienen ínfima
representación, donde la lengua queda en manos de un décimo de sus hablantes; el Premio Cervantes alterna cada año entre un escritor español y un escritor sudaca como si un país de 45 millones
de habitantes equivaliera a un continente de 450. Pero no parece que le hayan sacado mucho rédito: las canciones y películas en castellano que más circulan en el mundo son sudacas, la producción
cultural española vende poco por aquí, y sus capitalistas no conquistaron América por la lengua sino porque nuestros gobiernos nacionales decidieron ceder a sus cantos de sirena —a sus sobornos—
para entregarles sus mayores empresas.
Sin embargo, ayer en la mañana, mientras dos jefes —un rey, un presidente— se afanaban por maltratar suavemente la lengua en su inauguración, cuando uno habla
de José Luis Borges y el otro ni siquiera se queda a escuchar a Mario Vargas Llosa, dan ganas de ponerse a ulular en comechingón, el idioma supuesto de aquellos cordobeses anteriores. No tendría sentido: somos lo que somos,
y lo que sirve no es la nostalgia sino la creación. Usar, para ser otros, esta lengua que tenemos, ese presente que tenemos: romperlos, rehacerlos.
El castellano suele conseguirlo. En su inmensa variedad está su fuerza; por ella escapa al poder de las academias. Si normativizar lo que dice un país de 45 millones es
difícil, hacerlo con quince o veinte países es felizmente imposible.
Los intentos de control son palos en el agua. En este congreso, por ejemplo, la academia quiere tratar los cambios que causa en el idioma la irrupción de las nuevas tecnologías;
el primero de esos cambios es producir tal diversidad, tal flujo, que elude el control de las instituciones. Así, la famosa Academia corre el riesgo de dejar de ser Real y volverse decididamente Ficticia. Los escritores,
los cantantes, los cineastas, los youtubers, los presentadores de televisión, los muchachos del barrio, las chicas en revuelta influyen en la lengua, la
tuercen, la rehacen; las academias, poco. Y sus palabras nuevas inducen realidades nuevas, búsquedas, rupturas. Así, puede que inventen, incluso, otras maneras de pedir perdón o de otorgarlo, o de hablar
de las cosas que sí importan.
© The New York Times
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