Por Carmen Posadas |
«Perfecto», dijo mi madre, que también tenía el don de organizarlo todo (otra cualidad que tampoco tengo). «Así, en vez de la típica bodita en un hotel madrileño, que es un aburrimiento, organizaremos una gran boda rusa». «Soviética», corrigió mi padre, para recordarle que no iban a vivir precisamente a la Rusia de Ana Karenina, sino más bien en la de El maestro y Margarita, con sus burócratas ineficaces y sus situaciones surrealistas propiciadas por un régimen político en el que la verdad oficial y la realidad rara vez coincidían.
Al llegar a Moscú lo primero que hicieron fue visitar las iglesias católicas de la ciudad, pero a mi madre le parecieron todas muy feas. «Con la de basílicas
ortodoxas maravillosas que hay aquí, ¿por qué la niña no puede casarse en una de ellas?». «¿Tal vez –sonrió mi padre, que era la voz de la sensatez– porque nosotros
no somos ortodoxos…?». Pero la sensatez solía ir por un lado y mi madre por otro y, aunque no lo crean, siempre ganaba ella, de modo que allá que se fue a hablar con el patriarca de la Iglesia ortodoxa,
el formidable Serguéi Pimen, famoso por mantener un difícil equilibrio de poder con las autoridades soviéticas. Yo no sé qué palabras habrá usado mi madre para venderle su idea. Lo
que sé es que salió de allí habiendo convencido al patriarca de que, dadas las dificultades que tenían sus feligreses en un país tan ateo, lo que él necesitaba era un golpe de efecto.
Algo revolucionario en el más evangélico sentido de la palabra, un hecho nuevo, sorpresivo, que tuviera eco fuera de Rusia. «¿Qué?», preguntó Pimen. «A usted le vendría
de perlas una boda ecuménica, padre, la primera boda católica en una iglesia ortodoxa que se celebra en todo el mundo. De este modo dará visibilidad a sus feligreses, que se sienten tan olvidados y, de
paso, les cuela también un muy sutil gol a los del Kremlin. Mire, yo, además de quedarle eternamente agradecida, le prometo que una noticia tan notable en plena Guerra Fría saldrá en los periódicos del mundo entero, ya lo verá». Y así fue.
La foto de servidora de ustedes vestida de novia apareció desde en The New York Times hasta en el South China Morning Post. Ese día aprendí (solo en teoría, me temo, porque no tengo las dotes hipnóticas de mi madre) que a la gente le gusta ayudar al prójimo siempre que se cumplan dos requisitos. Uno,
obviamente, es que el favor hace que pueda serle útil, como en el caso del patriarca Pimen, que consiguió marcar territorio con los del Kremlin. El segundo es que su acción favorezca
a otras muchas personas, como a los feligreses ortodoxos en la Unión Soviética, de los que nadie se acordaba.
Carmen Reviriego también tiene este don. Su campo es el –al menos en apariencia– muy egotista mundo del arte, pero el título de uno de sus libros lo dice todo: La suerte de dar. En él sitúa el foco sobre la labor llevada a cabo por filántropos y mecenas. Empresarios y hombres de negocios que han sabido poner su
riqueza al servicio del bien común. Con solo su entusiasmo y sus dotes de persuasión como armas, Carmen ha conseguido, no solo traerse a Madrid al presidente del Museo Metropolitan de Nueva York o al multimillonario
Carlos Slim para que hablen de su labor de mecenazgo, sino, aún más difícil y meritorio, contagiar ese concepto de ‘la suerte de dar’ a otros dueños de colecciones de arte para que compartan
con la sociedad el disfrute de las obras que poseen. Porque otra lección que yo he aprendido, tanto de mi madre como de Carmen, es que proporcionar a la gente la posibilidad de dar la mejor versión de sí
mismos, la más desprendida y generosa, es otra arma imbatible. Y funciona. Hasta con las personas más inalcanzables y difíciles.
© XLSemanal
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