Por Gustavo González |
En metalógica, se dice que un sistema es coherente cuando no es posible deducir una contradicción dentro del mismo. En informática, se llama “coherencia de
datos” a un sistema que garantiza que si el programador sigue las reglas replicadas en la memoria, el resultado de la operación será predecible y exitoso. En política es distinto.
En la conducción política, la coherencia puede significar el mérito de un líder de no cambiar jamás de opinión. O el error de volver a equivocarse
hoy con la misma exactitud que lo hizo en el pasado. En política en general, y en la gestión de gobierno en particular, la coherencia será virtud o defecto de acuerdo al resultado.
San Déficit Cero. Macri es coherente en su objetivo original de bajar el déficit a cualquier precio. Recibió un país en crisis, que venía de un crecimiento
anual del PBI de poco más de 0% en los últimos cuatro años y una inflación superior al 20%. Y, con razonamiento empresario, dedujo que un Estado no puede gastar más de lo que ingresa y que
al poner en marcha un plan para reducir el déficit y dejar de imprimir billetes, la economía se reordenaría mientras el ajuste forzaría a una baja de la inflación. La batalla por derrotar
al déficit está en pleno proceso y el Gobierno aspira a ganarla.
En 2018, el déficit primario dio -2,4%, menor al -2,7% acordado con el FMI. Para 2019, la promesa es arribar al 0%. Por lo pronto, en enero ya hubo superávit por 16.600
millones de pesos.
Es cierto que la reciente devaluación y la inflación beneficiaron las cuentas públicas, pero también es cierto que la baja de subsidios junto a un incremento
de tarifas que rondó entre el 500 y el 1000% también colaboraron.
El problema es que la santificación del déficit cero y del ajuste económico no cumplieron hasta ahora con el objetivo final de Macri de hacer crecer al país y de reducir la inflación.
En su primer año de gestión, el PBI cayó 1,8%; en el segundo subió 2,9%, en el tercero volvió a descender 2,6% y las últimas expectativas relevadas
por el Banco Central para este cuarto año, indican una nueva baja de 1,3%. Si esto se cumpliera, en cuatro años la economía argentina se habría achicado un 2,8%. En cuanto a la inflación,
como se sabe, las cosas tampoco anduvieron bien.
En los tres primeros años, se mantuvo entre el 25 y el 48%, y en 2019 todo indicaría que rondará el 30%. El promedio anual daría 36%.
Si Argentina fuera un caso de debate entre keynesianos que piensan que de las recesiones no se sale con ajuste, y los monetaristas que creen que sin cuentas públicas ordenadas no hay futuro, el resultado de estos cuatro años le daría la razón a los primeros.
¿Tregua al ajuste? Pero mientras las escuelas económicas debaten sobre los aciertos y errores del macrismo, el Gobierno debe atravesar la ya inaugurada campaña electoral
y llegar a diciembre siendo reelecto.
Si pierde los comicios, los datos duros de la economía harán quedar a Macri como uno de los peores presidentes de la historia. Si gana, tendrá la posibilidad de
explicar que el primer mandato sirvió para “reordenar el caos económico recibido, normalizar las relaciones con el mundo y hacer un país más previsible institucionalmente para, ahora sí,
empezar a crecer”, que es lo que ya dice.
Para cualquier político la diferencia entre ganar y perder es enorme, pero en este caso se trata de una diferencia absoluta y fatal: perder significaría cortar la película en el momento en el que el protagonista cae al vacío, y ganar sería la esperanza de que la película siga y el protagonista abra el paracaídas antes de estrellarse contra el suelo.
El dilema está planteado en el interior del Gobierno.
¿Habrá que seguir siendo coherentes en estos meses electorales con los postulados históricos del macrismo sobre el ajuste puro y duro? ¿O habrá que aflojar
con la presión e incentivar la demanda y el consumo, aunque sea por unos meses?
Hoy, por primera vez, esa duda no solo separa a los macristas de paladar negro del ala política de radicales y peronistas. Ahora la polémica se da entre los mismos socios fundadores.
Entre los políticos los cuestionamientos no son nuevos, pero se reavivaron la semana pasada después de que los radicales se reunieran en Corrientes. Le pidieron al Presidente revisar los aumentos de tarifas, fomentar créditos para el consumo, subsidiar tasas a las pymes y “medidas excepcionales que permitan generar un circuito virtuoso de la economía”.
La contestación pública se las dio el senador Federico Pinedo (“Hay que cumplir con la senda del déficit cero que votó el Congreso”), pero en
privado hubo quienes trataron a sus socios como “populistas baratos”, el mismo calificativo que le reservan a cualquier kirchnerista.
La novedad no es ese tipo de respuestas, sino que en el seno del macrismo comienza a germinar la duda de si los radicales no tendrán algo de razón.
Y no porque coincidan en su análisis económico, sino por el pragmatismo de entender que quizás sea la única posibilidad de alcanzar la revancha en un segundo mandato.
Por otro 2017. Ese es el reclamo en parte de quienes tienen la responsabilidad de llevar adelante una estrategia electoral exitosa: “La economía no es imprescindible para
ganar, pero puede hacer la diferencia que nos haga perder”.
Creen que están muy bien los planes que se preparan para después de las elecciones (reformas impositivas, legislación laboral, etc.), aquellos que por debilidad política no pudieron implementar en cuatro años, pero avisan que esos planes corren el riesgo de quedar en “puro onanismo intelectual si no ganamos en octubre”.
No reniegan de la adoración por el déficit cero ni hablan de cambiar el rumbo económico de mediano y largo plazo. Al contrario, creen que el Gobierno necesita más tiempo para demostrar que la única forma de administrar un país es generando cuentas sustentables y un Estado racionalista.
Apenas piden un bypass político que les permita atravesar la campaña atemperando la inflación (evitando más aumentos de servicios), dar vía libre a incrementos salariales sin tope en aquellos sectores que lo permitan y, por sobre todo, mantener controlado el dólar.
También piensan que podrían ayudar ciertos incentivos al consumo que plantean sus socios radicales.
Imaginan recrear el escenario de las elecciones de hace dos años.
En aquel entonces, el Gobierno venía de un 2016 recesivo e inflacionado. Y así comenzó 2017, con inflación del 3% mensual y un PBI de poco más de 0%
en el primer trimestre. Pero durante la campaña el oficialismo dejó de lado el manual del ajuste y expandió la economía. Curiosamente, no se fue todo al demonio: la inflación bajó
a la mitad desde mayo y el PBI aumentó casi un 4% en el último trimestre. Este es otro argumento que usan quienes están convencidos de que el ajuste genera crisis e inflación y lo explican con aquellas
políticas aplicadas por el mismo macrismo en 2017.
En cualquier caso, el Gobierno tendrá que dilucidar cómo hará para mantener tasas a más del 50% para anclar al dólar y al mismo tiempo reactivar la economía. El nuevo préstamo del Fondo y las divisas de la cosecha probablemente le brinden un poco de ayuda.
Modelo argentino. Si estos estrategas convencen a Macri de que sin triunfo nada de lo demás importa, es probable que después deban convencer al FMI de lo mismo y consensuar
algún desfasaje en el objetivo del déficit cero anual.
Seguramente el Fondo entendería que de nada le servirá mostrar a la Argentina como ejemplo de que con disciplina fiscal y un buen cirujano se pueden sanar las cuentas públicas, si la operación es un éxito, pero el paciente muere.
Con el agravante de que, en este caso, no solo perderá el paciente sino también el cirujano.
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