Por José Nun (*) |
Entre los principales países de residencia, les siguen Canadá, Francia,
el Reino Unido, la Argentina y Alemania, que suman un millón y medio.
La prensa informa a diario de los actos vandálicos que ocurren en toda Europa, donde un partido antisemita ya está en el poder en Hungría,
se violan cementerios judíos en Francia, Alemania asiste al mayor despliegue de odio contra los judíos de los últimos 10 años y ocho parlamentarios ingleses han renunciado al Partido Laborista porque
Jeremy Corbyn, su líder, comparte tribuna con judeófobos declarados. En nuestro país, la DAIA denuncia que los atentados y mensajes antisemitas se han multiplicado por cinco, gracias sobre todo a las redes
sociales.
La advertencia de Frantz Fanon resuena más fuerte que nunca: "Cuando escuchen hablar mal de los judíos, presten mucha atención: están hablando de ustedes".
Dennis Prager lo ilustró con la metáfora del canario. El judío se parecería al canario que los mineros llevaban en sus cascos al internarse en una mina. Si había gases tóxicos, el
primero en morir era el canario y así quedaban avisados los demás. Al modo de las matrioskas rusas, se ataca a una muñeca para destruir después a las otras e instalar la intolerancia y el rechazo a las diferencias, a los extranjeros, a la libre expresión y, finalmente, a la democracia.
¿Cómo empezó todo? Desde el siglo III, los judíos fueron perseguidos en Roma por razones religiosas: eran los supuestos asesinos de Jesús y, por lo tanto,
la encarnación del mal. En el siglo XI, la primera Cruzada mató a cuantos judíos encontró a su paso. Unos años después, se fraguó el libelo de la sangre (que ha llegado a nuestros
días), según el cual los judíos sacrificarían niños cristianos para usar su sangre en la preparación del pan sin levadura que comen en Pascuas. En el siglo XIV, se los culpó
de haber provocado la Peste Negra, envenenando las aguas, y 900 judíos fueron quemados vivos en Estrasburgo. Durante la Edad Media y el Renacimiento, el odio creció, y franciscanos y dominicos se ocuparon de
difundirlo por toda Europa. Fueron expulsados durante siglos de países como España, Francia o Inglaterra (es notable que en El mercader de Venecia Shakespeare haya construido la figura arquetípica del usurero Shylock sin haber visto jamás en su vida a un judío).
La judeofobia adquirió un nuevo carácter desde mediados del siglo XIX, cuando autores como Gobineau y Renan la transformaron en una cuestión racial, con lo que la
conversión religiosa dejó de constituir una alternativa. A fines de ese siglo, la policía secreta zarista plagió una sátira política francesa y urdió los infames Protocolos de los sabios de Sión: actas apócrifas de las reuniones que 300 sabios judíos habrían celebrado en Basilea para instalar un gobierno mundial,
valiéndose de alianzas con los masones, los liberales y los socialistas.
A pesar de que el fraude quedó pronto en descubierto, el documento sigue siendo invocado hasta hoy. Uno de los mayores impulsores de su difusión fue Henry Ford, quien compró
un semanario que lo tradujo al inglés y se convirtió en un feroz canal de propaganda antisemita, con la amplia circulación que le aseguraba su red de concesionarios de autos. Explicaba allí que
los judíos fueron los causantes de la Primera Guerra Mundial. En Mi lucha, Hitler lo reconoce con admiración como su maestro y agrega que luchará "para poner en práctica sus teorías en Alemania". Ford retribuyó esa devoción y es dudoso
que el nazismo hubiera logrado consolidarse en el poder sin su apoyo y el de otros grandes financistas y banqueros norteamericanos. En 1938, él y un alto directivo de General Motors fueron condecorados por el Tercer
Reich, tres meses antes de la primera gran matanza de judíos en la Noche de los Cristales Rotos. No está de más recordar que la Segunda Guerra Mundial costó 50.000.000 de vidas, incluido el Holocausto.
¿Y en nuestro país? En el siglo XIX, la mitad de los judíos del mundo habitaban en la Rusia zarista. Cuando en los años 80 se desataron allí los primeros
pogromos, comenzó una emigración masiva hacia EE.UU. y también hacia aquí. Como pronto constituyeron la mayoría de su comunidad local, se entiende que "judío" y "ruso"
se volvieran sinónimos en el habla corriente. Claro que muchos sectores de la derecha vernácula completarían aviesamente la cadena de equivalencias al producirse la Revolución Rusa de 1917: judío
= ruso = comunista.
Esto adquiriría toda su importancia durante la Semana Trágica de enero de 1919, cuando a la brutal represión de los trabajadores metalúrgicos en huelga se
sumó el denominado "pogromo de Buenos Aires", que atacó con especial saña a los judíos del barrio de Once. Se calcula que hubo entre 800 y 1000 muertos, de los cuales unos 200 fueron judíos.
Lamentablemente, ni uno ni otro acontecimiento -de los que se cumple el centenario- se enseñan en nuestras escuelas. Si se lo hiciera, las nuevas generaciones se enterarían,
por ejemplo, de que en una sede de la Armada se organizó una agrupación nacionalista y antisemita, la Liga Patriótica, que reunió a altas autoridades de esa fuerza, del Ejército, de la policía
y de la elite porteña con sectores del radicalismo y de la Iglesia (el vicario Dionisio Napal predicaba que "el socialismo es una enfermedad judía") y sabrían que fueron ellos los responsables
de ese pogromo. Los mismos que después, encabezados por Manuel Carlés (funcionario tanto de Yrigoyen como de Alvear), participarían del golpe militar que llevó al poder a Uriburu.
Este puso al frente de la Biblioteca Nacional a un epígono de Ford, el escritor Gustavo Martínez Zuviría (que firmaba Hugo Wast), un antisemita fanático que
consideraba la Gran Depresión de 1930 "una vasta maniobra judía para ahogar la civilización cristiana". Lo llamativo es que, siendo un nazi, se le permitiera permanecer en ese cargo hasta 1955,
pese a que el gobierno de Perón fue el primero de la región en reconocer al Estado de Israel. Autor de éxito, dos de sus novelas retoman los temas de los Protocolos casi al pie de la letra.
Sería injusto no decir que cada una de las expresiones de antisemitismo que he mencionado motivó fuertes repulsas. En su tiempo, las actividades de Henry Ford fueron repudiadas
por los presidentes William Taft y Woodrow Wilson (a quien el magnate juzgaba parte de la conspiración judía). Sobre todo, me importa mencionar al papa Juan XXIII, que convocó el Concilio Vaticano II de
1962, en el que se exoneró a los judíos de cualquier responsabilidad por la muerte de Jesús. Poco antes de morir, Juan XXIII redactó una plegaria en la cual decía que culpabilizar a los judíos
implicaba una segunda crucifixión de Cristo.
El principal propósito de estas líneas es otro y lo resume la metáfora del canario. Si en un momento en que la judeofobia ha vuelto a activarse rescaté del
olvido una serie de episodios fue para que advirtamos las terribles consecuencias que, tarde o temprano, le ha acarreado a la humanidad el odio a los judíos. Conviene añadirle una nota final. El canario no se
muere cuando se critican, digamos, las funestas e impiadosas políticas israelíes respecto de los palestinos. Sí, en cambio, cuando esas críticas son un disfraz del antisemitismo. A falta de canario,
¿cómo establecer la diferencia? Creo que sigue siendo útil la llamada regla de las 3 D. Hay gases tóxicos cuando al hacerlo se deslegitima al Estado de Israel, cuestionando su existencia; o se aplica
un doble estándar con relación a cómo se juzga a otros Estados; o se demoniza al gobierno israelí.
(*) Politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación
© La Nación
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