Por Santiago Kovadloff |
Para desconcierto del dios y consuelo de su víctima, en ese
cofre cargado de pesares palpitaba, asimismo, la esperanza. Y ella, de
inmediato, amparó al hombre. De modo que Epimeteo, sin desconocer el dolor, la
desolación y la duda, la enfermedad y el presentimiento de la muerte, se vio
compensado por el aliento que la esperanza infundió a sus días. Pudo así hacer
frente a la desdicha.
La presencia insólita de la esperanza en ese cofre que solo
parecía acumular padecimientos dice bien de su función reactiva. Al hacerse
presente, la esperanza quebrantó la hegemonía del mal. Y donde se esperaba que
las fuerzas del hombre se desmoronaran para siempre, se afirmó la resistencia.
Como alguna vez me dijo una amiga muy querida: "La
esperanza es de por sí un nacimiento". Y tuvo razón. Es un nacimiento y un
renacimiento también. Paridos por ella, volvemos a constituirnos en actores de
nuestras vidas y dejamos de ser meros receptores de sus muchos desengaños.
La esperanza, esa vivencia cuyo nombre tan merecidamente
rima con el de la confianza, dista de ser, como tantos suponen, equivalente a
la fe religiosa. Con ella puede o no estar enhebrada y es saludable advertir
porqué resulta abusiva esa identificación.
El esperanzado sabe confiar, cuando no es creyente, en sus
propias fuerzas sin recurrir a esa ayuda celestial para enfrentar la adversidad
que lo acosa. No se trata, en tal caso, de suficiencia o jactancia. Menos aún
de omnipotencia. Se trata, simplemente, de otra manera de ser. De otro
posicionamiento subjetivo ante la realidad. Y más maduro es, en ambos casos,
aquél que menos despectivo se muestra hacia quienes no comparten su
perspectiva.
Por lo demás, la existencia para el hombre esperanzado es
siempre insistencia, perseverancia, tenacidad. Ya se trate de alguien que
recurre a la eternidad para poder sostenerse en el tiempo, ya de alguien que
encuentra, en su propio temple, la energía necesaria para librar su batalla.
Resulta igualmente cierto que la esperanza tampoco equivale
al optimismo, mejor emparentado con el pesimismo, por absurdo que a primera
vista pueda parecer.
El optimista no duda que se encamina hacia un horizonte
luminoso que está a su espera en el porvenir. En él, asegura, se disolverá de
una buena vez la tenaz adversidad del presente. El pesimista invierte el
pronóstico del optimista, pero adopta su misma postura oracular. Asegura
conocer el curso venidero de las cosas que, sentencia, será tan malo o peor que
el actual. Ya lo sabe todo y solo le cabe aguardar que los hechos ratifiquen su
certeza. La historia para él es redundancia. Lo suyo es militancia al servicio
de un facilismo que lo subordina a la imposibilidad de interrogar lo que sucede
en busca de evidencias novedosas o de algún matiz que impida sus
generalizaciones apresuradas.
El hombre esperanzado, por el contrario, no cuenta con
semejante poder premonitorio. Busca con decisión abrirse un espacio provechoso
en su presente, sin que para ello lo decisivo sea contar con la certeza de un
porvenir redentor. Su fortaleza tiene por asiento una muy íntima convicción: la
que le dice que la dignidad que da sentido a su vida consiste en la templanza
con que sepa hacer frente a cuanto lo acosa y busca quebrantarlo. En esa
dignidad se reconoce. Ella es, a la vez, su herramienta primordial. La
existencia, para él, es insistencia en el cumplimiento de esa convicción.
¿Y en lo político, dónde y en qué estado se encuentra la
esperanza de los argentinos?
La confianza en los desenlaces promisorios y fácilmente
accesibles, reñidos con la evidencia de lo intrincado y complejo, ha hecho
carrera entre nosotros. Nos ha convertido en carne de cañón de la demagogia
política. No cabe duda que la propensión a las simplificaciones y a las
polarizaciones es un rasgo típico de nuestra endeble cultura cívica. Devotos
del milagro antes que del esfuerzo, creemos que los sueños, para concretarse,
sólo requieren ser soñados. El efecto de este desatino, por supuesto, ha sido
la frustración y, con ella, el desengaño. La caída, en suma, en una
desorientación que, cuando no desemboca en el resentimiento colectivo, se
convierte en sarcasmo y escepticismo, esas dos formas de la amargura.
Aún nos cuesta obrar con realismo, mesura y sentido del
matiz. Nos fatiga lo laborioso; el pensamiento desconcierta cuando no
impacienta. Nuestro apego a las consignas sigue siendo mayor que a las ideas e
insistimos en buscar las soluciones del país en la liturgia unilateral de las
cifras sin complementarla con acciones políticas bien planteadas. Preferimos el
optimismo barato y empecinado a la cauta esperanza que nace de la moderación y
la búsqueda de acuerdos capaces de generar consensos entre adversarios. Donde
solo reina la autosuficiencia en uno y otro lado, poco porvenir pueden tener los
acuerdos y ninguno la auténtica esperanza.
Hace ya muchos años, en 1984, Jorge Luis Borges se apartó de
la espontaneidad con que la esperanza parece haber surgido de la caja de
Pandora. Frente al recién electo presidente de la Nación, Raúl Alfonsín, y encabezando
una delegación de artistas y escritores que por él fuimos recibidos, Borges le
dijo en nombre de todos nosotros: "Señor presidente, usted nos ha devuelto
el deber de la esperanza".
Al infundirle el carácter de una deuda moral con la
República, hizo Borges de la esperanza un mandamiento cívico. Hoy ese deber no
es menor, aunque otras sean las circunstancias. Y aun cuando Borges ya no esté
entre nosotros, el mandamiento perdura y nos convoca. Y su valor se acrecienta
cuando advertimos la magnitud de la adversidad que representa nuestro atraso.
Algo cruje ya en las vigas que dan sustento a este sistema
anacrónico que ha empantanado a la nación en la decadencia. Hay un riesgo país,
pero también hay un riesgo al que ya se atreven muchos argentinos: el de
empezar a tener un pasado y dejar de encarnarlo en cada día del presente.
Es que la esperanza desmiente el oscuro semblante único que
aspira a imponer la adversidad a todo lo que toca. Y lo hace mediante esa
vivencia que introduce un significado alternativo, un matiz inesperado, otro
color a lo que se pretende sinónimo exclusivo de la realidad. Así, lo que se
diría inmodificable se convierte, por obra de la esperanza, en oportunidad, en
camino alternativo. Por eso y a su modo, el hombre esperanzado es un alquimista
de los significados: transforma lo que se planta ante él como inequívoco, lo
que se quiere irremediable y, al hacerlo, él mismo se transforma.
Admirablemente lo escribe Albert Camus: "Me di cuenta,
a pesar de todo, de que en medio del invierno había dentro de mí un verano
invencible. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro
de mí hay algo mejor empujando de vuelta".
Quiero, por último, recordar a un íntimo amigo. A un hombre
que al bordear la muerte logró hacerlo como había vivido: como un ser
esperanzado. La integridad de su conducta, en sus días terminales, no fue la
del creyente religioso. Dios no le brindó albergue ni consuelo porque no fue a
Dios a quien recurrió ese amigo esperanzado en su hora última. Solo aspiró a
extender el protagonismo de su vida hasta el momento en que debía partir. Se
fue sereno e íntegro, sus ojos en los míos hasta el segundo final. Fue suyo su
dolor, suya su agonía. Y habitó plenamente su adiós. La fortaleza que lo
sostuvo fue, sin mengua, aquella con la que siempre había contado: el
estremecimiento lúcido de haber sido uno por una única vez. Testigo y
protagonista irrepetible de la vida en su vida. No deshonrar esa evidencia en
aquella hora última fue para él su auténtica esperanza. Solo quiso ser su
instante, darse sentido en el tiempo. Y lo hizo "hasta que -como dijo
Antonio Carlos Jobim- se apagó la vieja llama".
© La Nación
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