domingo, 3 de marzo de 2019

La esperanza / Retrato de quienes saben hacer frente a la adversidad

Por Santiago Kovadloff
Propone el mito griego que el enigmático cofre que Zeus puso en manos de Pandora encerraba un cúmulo de males destinados al primer hombre. ¿Qué despertaba tamaño rencor divino? Epimeteo, el primer hombre, había recibido atributos celestiales: la palabra, el conocimiento del fuego, el don de la invención. Zeus deseaba destruirlos, tanto a él como a su benefactor Prometeo, pues ambos le habían arrebatado el control del poder sobre los dones supremos.

Para desconcierto del dios y consuelo de su víctima, en ese cofre cargado de pesares palpitaba, asimismo, la esperanza. Y ella, de inmediato, amparó al hombre. De modo que Epimeteo, sin desconocer el dolor, la desolación y la duda, la enfermedad y el presentimiento de la muerte, se vio compensado por el aliento que la esperanza infundió a sus días. Pudo así hacer frente a la desdicha.

La presencia insólita de la esperanza en ese cofre que solo parecía acumular padecimientos dice bien de su función reactiva. Al hacerse presente, la esperanza quebrantó la hegemonía del mal. Y donde se esperaba que las fuerzas del hombre se desmoronaran para siempre, se afirmó la resistencia.

Como alguna vez me dijo una amiga muy querida: "La esperanza es de por sí un nacimiento". Y tuvo razón. Es un nacimiento y un renacimiento también. Paridos por ella, volvemos a constituirnos en actores de nuestras vidas y dejamos de ser meros receptores de sus muchos desengaños.

La esperanza, esa vivencia cuyo nombre tan merecidamente rima con el de la confianza, dista de ser, como tantos suponen, equivalente a la fe religiosa. Con ella puede o no estar enhebrada y es saludable advertir porqué resulta abusiva esa identificación.

El esperanzado sabe confiar, cuando no es creyente, en sus propias fuerzas sin recurrir a esa ayuda celestial para enfrentar la adversidad que lo acosa. No se trata, en tal caso, de suficiencia o jactancia. Menos aún de omnipotencia. Se trata, simplemente, de otra manera de ser. De otro posicionamiento subjetivo ante la realidad. Y más maduro es, en ambos casos, aquél que menos despectivo se muestra hacia quienes no comparten su perspectiva.

Por lo demás, la existencia para el hombre esperanzado es siempre insistencia, perseverancia, tenacidad. Ya se trate de alguien que recurre a la eternidad para poder sostenerse en el tiempo, ya de alguien que encuentra, en su propio temple, la energía necesaria para librar su batalla.

Resulta igualmente cierto que la esperanza tampoco equivale al optimismo, mejor emparentado con el pesimismo, por absurdo que a primera vista pueda parecer.

El optimista no duda que se encamina hacia un horizonte luminoso que está a su espera en el porvenir. En él, asegura, se disolverá de una buena vez la tenaz adversidad del presente. El pesimista invierte el pronóstico del optimista, pero adopta su misma postura oracular. Asegura conocer el curso venidero de las cosas que, sentencia, será tan malo o peor que el actual. Ya lo sabe todo y solo le cabe aguardar que los hechos ratifiquen su certeza. La historia para él es redundancia. Lo suyo es militancia al servicio de un facilismo que lo subordina a la imposibilidad de interrogar lo que sucede en busca de evidencias novedosas o de algún matiz que impida sus generalizaciones apresuradas.

El hombre esperanzado, por el contrario, no cuenta con semejante poder premonitorio. Busca con decisión abrirse un espacio provechoso en su presente, sin que para ello lo decisivo sea contar con la certeza de un porvenir redentor. Su fortaleza tiene por asiento una muy íntima convicción: la que le dice que la dignidad que da sentido a su vida consiste en la templanza con que sepa hacer frente a cuanto lo acosa y busca quebrantarlo. En esa dignidad se reconoce. Ella es, a la vez, su herramienta primordial. La existencia, para él, es insistencia en el cumplimiento de esa convicción.

¿Y en lo político, dónde y en qué estado se encuentra la esperanza de los argentinos?

La confianza en los desenlaces promisorios y fácilmente accesibles, reñidos con la evidencia de lo intrincado y complejo, ha hecho carrera entre nosotros. Nos ha convertido en carne de cañón de la demagogia política. No cabe duda que la propensión a las simplificaciones y a las polarizaciones es un rasgo típico de nuestra endeble cultura cívica. Devotos del milagro antes que del esfuerzo, creemos que los sueños, para concretarse, sólo requieren ser soñados. El efecto de este desatino, por supuesto, ha sido la frustración y, con ella, el desengaño. La caída, en suma, en una desorientación que, cuando no desemboca en el resentimiento colectivo, se convierte en sarcasmo y escepticismo, esas dos formas de la amargura.

Aún nos cuesta obrar con realismo, mesura y sentido del matiz. Nos fatiga lo laborioso; el pensamiento desconcierta cuando no impacienta. Nuestro apego a las consignas sigue siendo mayor que a las ideas e insistimos en buscar las soluciones del país en la liturgia unilateral de las cifras sin complementarla con acciones políticas bien planteadas. Preferimos el optimismo barato y empecinado a la cauta esperanza que nace de la moderación y la búsqueda de acuerdos capaces de generar consensos entre adversarios. Donde solo reina la autosuficiencia en uno y otro lado, poco porvenir pueden tener los acuerdos y ninguno la auténtica esperanza.

Hace ya muchos años, en 1984, Jorge Luis Borges se apartó de la espontaneidad con que la esperanza parece haber surgido de la caja de Pandora. Frente al recién electo presidente de la Nación, Raúl Alfonsín, y encabezando una delegación de artistas y escritores que por él fuimos recibidos, Borges le dijo en nombre de todos nosotros: "Señor presidente, usted nos ha devuelto el deber de la esperanza".

Al infundirle el carácter de una deuda moral con la República, hizo Borges de la esperanza un mandamiento cívico. Hoy ese deber no es menor, aunque otras sean las circunstancias. Y aun cuando Borges ya no esté entre nosotros, el mandamiento perdura y nos convoca. Y su valor se acrecienta cuando advertimos la magnitud de la adversidad que representa nuestro atraso.

Algo cruje ya en las vigas que dan sustento a este sistema anacrónico que ha empantanado a la nación en la decadencia. Hay un riesgo país, pero también hay un riesgo al que ya se atreven muchos argentinos: el de empezar a tener un pasado y dejar de encarnarlo en cada día del presente.

Es que la esperanza desmiente el oscuro semblante único que aspira a imponer la adversidad a todo lo que toca. Y lo hace mediante esa vivencia que introduce un significado alternativo, un matiz inesperado, otro color a lo que se pretende sinónimo exclusivo de la realidad. Así, lo que se diría inmodificable se convierte, por obra de la esperanza, en oportunidad, en camino alternativo. Por eso y a su modo, el hombre esperanzado es un alquimista de los significados: transforma lo que se planta ante él como inequívoco, lo que se quiere irremediable y, al hacerlo, él mismo se transforma.

Admirablemente lo escribe Albert Camus: "Me di cuenta, a pesar de todo, de que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta".

Quiero, por último, recordar a un íntimo amigo. A un hombre que al bordear la muerte logró hacerlo como había vivido: como un ser esperanzado. La integridad de su conducta, en sus días terminales, no fue la del creyente religioso. Dios no le brindó albergue ni consuelo porque no fue a Dios a quien recurrió ese amigo esperanzado en su hora última. Solo aspiró a extender el protagonismo de su vida hasta el momento en que debía partir. Se fue sereno e íntegro, sus ojos en los míos hasta el segundo final. Fue suyo su dolor, suya su agonía. Y habitó plenamente su adiós. La fortaleza que lo sostuvo fue, sin mengua, aquella con la que siempre había contado: el estremecimiento lúcido de haber sido uno por una única vez. Testigo y protagonista irrepetible de la vida en su vida. No deshonrar esa evidencia en aquella hora última fue para él su auténtica esperanza. Solo quiso ser su instante, darse sentido en el tiempo. Y lo hizo "hasta que -como dijo Antonio Carlos Jobim- se apagó la vieja llama".

© La Nación

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