Por Jorge Fernández Díaz |
El asunto puede resultar obvio, pero toca una polémica del momento,
que se insinuó en el seno y en los márgenes del Congreso : el progrenacionalismo (colectivo ruidoso de variado pelaje) desarrolla sarpullidos frente a la celebración del idioma; sospecha que nos viene
impuesto desde la metrópolis y que, por lo tanto, todos somos súbditos de la Corona (una soberana estupidez); se cree en la necesidad de denunciar a cada rato (y a esta altura) que se trata de la "lengua
del conquistador", y de traer al presente el genocidio de los pueblos originarios, una empresa cierta y deleznable, pero en la que estuvieron empeñados no solo los peninsulares de entonces, sino también
nacionalistas y liberales autóctonos de nuestro siglo XIX.
Dicho sea de paso, que los abnegados "emancipadores", en nombre del humanismo más sensible, evoquen a cada rato el salvajismo de los españoles y olviden el carácter
sanguinario de ciertos imperios aborígenes precedentes, consagrados a la cacería de sus congéneres, la esclavitud de tribus consideradas inferiores y masivos sacrificios humanos, resulta un acto de memoria
selectiva y una manipulación histórica.
En ese supuesto, un grupo de hippies pacíficos y ecologistas fueron sorprendidos por mercenarios imperialistas sedientos de gloria y de oro. Lo segundo es una estricta verdad;
lo primero es a veces una acomplejada falsificación. Conviene estudiar un poco más los maravillosos y a la vez luctuosos imperios inca y azteca para comprender cabalmente ese equívoco, que sin embargo
no justifica en nada la prepotencia española ni las matanzas cegadoras de los "civilizadores". Ahora bien, que nos encontremos discutiendo estos temas remotos, que permanezcamos anclados en todos estos anacronismos,
tiene una sola explicación, y es que la diatriba fácil y la demagogia barata se han convertido en cultura de época.
Cuando un irreprochable progresista como Sabina condena de pronto los nacionalismos y reivindica la lengua que nos une, tal vez sin quererlo desbarata la regresión progre y su
maniqueísmo. Es que Iberoamérica se encuentra en un punto de inflexión. Los dos principales idiomas del planeta corresponden, no por casualidad, a los dos grandes imperios de la nueva globalización:
el inglés y el chino mandarín. Y el lenguaje de los negocios está dominado centralmente por el primero: brainstorming, marketing, business, joint venture, leasing y tantos otros términos más.
El castellano, con todas sus variantes, se encuentra en un lejano cuarto lugar, detrás del francés, y no ha logrado imponer su propia terminología en la jerga comercial y tecnológica simplemente
porque no ha conseguido desarrollar un potente y perenne capitalismo de inteligencia y progreso. En un siglo XXI signado por las ideas, el conocimiento y la industria cultural, la lengua es el territorio. Una expresión
común conforma y fortalece una región, y le otorga una oportunidad única. Lo que está en juego entonces puede ser la base de una nueva geopolítica, donde 21 países trabajen juntos
para imponerse como una especie de tercera posición entre los dos gigantes. La llamada Patria Grande fue una construcción tercermundista que insinuaba una suerte de "socialismo nacional" mancomunado
y que dejaba fuera a la Madre Patria. Este nuevo escenario permite soñar con que la Patria Grande integre a España y tienda hacia una unidad de acción capitalista que gane mercados, genere negocios y prosperidad,
y que se siente por fin a la gran mesa de los poderosos. La lengua común podría hacernos repensar el mundo y cambiar los alineamientos de Occidente, si existiera una conciencia real del valioso potencial que
implica. Esto precisaría, claro está, que no triunfara el sentido común de un progresismo cargado de prejuicios y espejos retrovisores, ni vencieran los "pequeños nacionalismos" que hacen
sufrir a Sabina y postran y dividen a los pueblos hispanohablantes. Pueblos donde conviven hijos de la tierra y de la inmigración, hermanados siempre por la lengua, pero también por el sino del eterno fracaso.
© La Nación
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