Por Fernando Savater |
Después, su madre murió y ella entraba en casa sin decir nada. Venía al cuarto donde yo tecleaba y me daba un beso ligero, con una especie de suspiro que me parecía
de alivio, como si llegase después de enfrentar serios peligros.
Era yo por entonces quien al volver a casa la remedaba pobremente, para no perder del todo la memoria de los momentos dichosos. Pero me salía un “¿familia?” implorante
y dudoso, que resultaba conmovedor por lo inadecuado. Lo que va de celebrar el gozo compartido a echarlo en falta, suplicando.
Poco a poco, ella se acostumbró a responder “¡aquí!” desde el fondo de la casa apagada, sin más luz que la suya. Y cuando llegaba a su lado me pasaba
la mano por el pelo cada vez más escaso: “Estamos tú y yo, tonto. Mientras nos tengamos el uno al otro...”.
Ella y yo, la familia escueta y completa. Porque la simple existencia —insistencia, mejor— rutinaria, biológica, necesita la presencia amada y amable para ascender
a vida humana. Sin la proximidad del amor estamos lejos de nosotros mismos.
Ahora ya no está. Cuando abro la puerta todo sigue apagado, se fue la luz y entro en silencio. Me daría miedo el eco de mi voz. Según Víctor Hugo, todo el
infierno cabe en una palabra: soledad. La palabra que no puede decirse en voz alta para evitar la respuesta aciaga de la oscuridad. Pasado mañana hace cuatro años.
© El País (España)
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