La misoginia está en todas partes. O más bien, “misoginia” está en todas partes. La palabra, que convencionalmente significa el odio hacia las mujeres,
solía ser una acusación radical.
Sin embargo, ahora parece haber eclipsado a los más amables “sexismo” y “chauvinismo” en el habla popular. Ahora llama poco la atención encontrar
“misoginia” en un titular y mucho menos en un tuit.
De un lado del espectro, el término se usa para describir la desigualdad societal evidente, por ejemplo, en la brecha salarial, las dificultades para encontrar atención
médica adecuada y las prerrogativas de hombres como Les Moonves que destruyen la carrera de quienes los denuncian.
“Desafortunadamente, la misoginia violenta no es nueva en la política”, decía un encabezado de CNN en 2018. “La misoginia aviva la autogestión de las mujeres”, titulaba The Guardian a finales de agosto. Una columna de opinión en The New York Times exploraba “La misoginia reservada especialmente para las madres”. Kim Schrier, una pediatra que se postulaba al congreso –hoy
congresista demócrata– calificó sin rodeos a Donald Trump como “misógino jefe” en un tuit del año pasado.
Una mirada a las fotografías de archivo, incluidas las de The New York Times, revela cómo, mientras el término se popularizó, la
misoginia también ha formado parte del panorama visual, desde los titulares noticiosos hasta la experiencia cotidiana.
Sin embargo, como tanto de lo que ocupa el discurso actual, la resonancia del vocablo oscila entre lo importante y lo susceptible al meme. Un reportaje sugería
que una mangosta en Kenia podía ser misógina. “Bájale a la misoginia”, dice una camiseta de venta en Etsy. Y cómo olvidar la taza con un tiburón tan caprichoso como concientizado que
dice: “Aleta contra la misoginia”.
El desdén hacia las mujeres, suele argumentarse, también es el motivo por el cual se rechazan ciertos rincones de la cultura popular. “¿Será que mi misoginia
interior me ha impedido leer novelas de romance toda la vida?”, se preguntaba una escritora. Odiar a las Kardashiantambién se interpreta como antimujer, porque al hacerlo reducimos a las célebres hermanas a simples estereotipos. Es la lógica de muñeca
rusa del momento: despreciar cualquier refugio que tienen las mujeres de la misoginia –ya sea la telerrealidad, un régimen de belleza o la astrología– es en sí mismo misógino.
Así que, en más de un sentido, la misoginia ahora está de moda, pero también tiene una larga historia.
El término surgió en el siglo XVII, como respuesta a un panfleto antimujer escrito por un maestro de esgrima inglesa llamado Joseph Swetnam. El folletín de 1615,
titulado en parte Proceso a las mujeres lascivas, ociosas, desobedientes e inconstantes, se publicó en medio de una prematura ansiedad moderna y del debate sobre el sitio que las mujeres debían ocupar en la sociedad. Era más que nada un compendio de chistes sexistas, una obra
indigesta dirigida a una audiencia de “jóvenes insensatos”. También fue muy popular.
“Las mujeres son deshonestas por naturaleza”, escribió Swetnam, como un protoincel. Para él, “la mujer más bella tiene algo de vulgaridad en ella”. Desde Eva, la mujer “tan pronto fue creada, centró su mente en la maldad, pues las aspiraciones de su mente y su
voluntad de desenfreno trajeron desgracia para el hombre que siguió la misma línea de su primera lideresa”. Eran como piedras pómez porque tenían el corazón lleno de huecos, escribió;
como barcos pintados porque lucían hermosas pero contenían solo plomo. No es ninguna sorpresa que el folleto suscitara varias respuestas escritas por parte de mujeres. En una obra anónima titulada Swetnam, el odiador de mujeres es procesado por las mujeres, el personaje que hace de Swetnam se llamaba Misogynos.
Durante los siguientes siglos misoginia se usó poco, pero su popularidad se disparó a mediados de la década de los setenta, y más o menos se instaló
en el léxico del feminismo de la segunda ola con la crítica de Andrea Dworkin de 1974 Woman Hating. En el libro, Dworkin argumenta que el prejuicio profundo y arraigado contra las mujeres informa distintos aspectos de la sociedad, desde la legislación hasta
la cohabitación. Dos años más tarde, lo resumía así: “Como mujeres vivimos en medio de una sociedad que nos ve como despreciables. Se nos menosprecia… Somos víctimas de
una violencia continua, malévola y autorizada en contra nuestra”. (Una idea que no resulta ajena para mujeres como Kathrine Switzer, quien aparece en la fotografía de abajo, que fue célebremente
acosada cuando fue una de las primeras mujeres en correr la maratón de Boston de 1967).
En los años ochenta y noventa, leer a Dworkin se convirtió para muchas en un rito de iniciación universitario desconcertante y estimulante. Su escritura es una mirada
estridente y salvaje al sesgo sistémico que afecta la experiencia cotidiana de las mujeres. ¿Era odio verdadero eso que se agazapaba debajo de cada reunión con tu jefe, en cada cita, sermón, novela,
comercial televisivo? Sí, insistía Dworkin. En aquella época era una idea radical. Para muchos todavía lo es.
Este entendimiento de la misoginia se convirtió en una idea común entre las feministas: el asunto era estructural. La sociedad estaba organizada en modos misóginos,
incluso si sus miembros no se concibieran a sí mismos como seres que odiaban a las mujeres. La escritora y activista Audre Lorde escribió en 1980 que existe “una parte del opresor que está plantada
profundamente en cada una de nosotras”. Susan Faludi, autora del libro de 1991 Reacción: la guerra no declarada contra la mujer moderna, hizo eco de la idea y argumentó que los esfuerzos contra la igualdad “están codificados e interiorizados, son difusos y camaleónicos”.
De modo similar a “racista” –que antes se usaba sobre todo para describir a ciertos alguaciles, políticos o vecinos–, “misógino” ahora
se usa con frecuencia tanto para el sistema de instituciones que hacen de Estados Unidos un país desigual como para sus individuos. En este sentido amplio resultan involucrados hombres felizmente casados, hombres con
hijas e incluso mujeres. La palabra se está usando de un modo en que no hay que odiar a las mujeres para ser misógino, a pesar de la definición que ofrece hasta hoy el Diccionario Webster.
Pero ¿puede una sola palabra con todo este trabajo? ¿Puede describir algunos de los peores y más violentos impulsos en nuestro mundo ytambién los actos cotidianos de sesgo de género? ¿Deberíamos usar el término tanto para describir la violación conyugal como la ausencia
de protagonistas femeninas poderosas en la televisión? Resulta que ya lo hace y ya la usamos así.
Algunos diccionarios ya lo han notado. William Safire, el columnista de The New York Times que durante décadas escribió sobre la textura de nuestro lenguaje, notó
en 2008 que el Diccionario Oxford había ampliado su definición en 2002 para incluir “prejuicio en contra de las mujeres” como
una de las acepciones de la palabra. “Sexista y misógino ahora son en cierto sentido sinónimos”, escribió. “Como ‘sexista’ se ha utilizado de forma tan amplia, parece que
la palabra ‘misógino’ –en el mismo sentido que ‘prejuicio’ mas que ‘odio’– ahora conlleva la misma fuerza, para quienes están familiarizados con la palabra”.
El vocablo solía ser una condena fuerte y personal, espantosa tan pronto nos llegaba al oído. Ahora resulta una palabra menos áspera cuando la escuchamos. Pero
paradójicamente, incluso cuando se vuelve más común también es más incisiva. Captura la disonancia cognitiva de nuestra era, en la que las mujeres –tan vilipendiadas como veneradas–
postulan a la presidencia al mismo tiempo que batallan por alcanzar la licencia de maternidad remunerada.
Esta holgura parece apropiada para estos tiempos, ya que la noción de Dworkin de misoginia –alguna vez radical– ahora se ha vuelto mucho más aceptada.
Consideremos esta cita de Dworkin de 1997: “Las mujeres parecemos fracasadas y atroces cuando estamos tristes. Las mujeres somos patéticas cuando estamos enfadadas. Las
mujeres somos ridículas cuando militamos. Las mujeres somos desagradables cuando nos amargamos sin importar la causa de nuestra amargura. Las mujeres son unas trastornadas cuando anhelan justicia. Las mujeres odian
a los hombres cuando las mujeres buscan respeto y responsabilidad de parte de los hombres”.
Suena muy parecido a una publicidad reciente que Nike difundió durante la ceremonia de los Oscar y que gozó de una cálida acogida. “Si mostramos emoción
nos dicen dramáticas” dice la voz en off de Serena Williams. “Si queremos jugar contra los hombres, somos dementes. Y si soñamos
con igualdad de oportunidades estamos delirando. Si defendemos algo, somos unas desquiciadas. Si somos demasiado buenas, algo anda mal con nosotras. Y cuando nos enfadamos, somos histéricas, irracionales o simplemente
estamos locas”.
(*) Nina Renata Aron es una escritora radicada en Oakland, California. Está escribiendo un libro sobre la adicción y el amor.
© The New York Times
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