Por Roberto García |
Al revés de la jornada siguiente, cuando un convulso
mandatario copió la energía desafiante de
Cristina. Parece que el sillón inspira.
En ese
anticipo al discurso habló el ministro, confiando que la actual penuria será
pasajera, pensando que en los próximos dos meses empezarán a modificarse los
números de la economía al tiempo que dispondrá de suficiente cobertura en
dólares, para evitar corridas o la huida del carry-trade, sea por la
recuperación de unos 8 mil millones perdidos por la seca del año pasado y el
ingreso de una primera cosecha que aportará a su juicio otros 10 mil millones
(sin hablar de la reserva adicional del FMI por un monto semejante, aún no
ingresado).
Es decir,
Dujovne garantiza –es una forma de decir– la estabilidad del dólar hasta el
advenimiento de las elecciones, una consigna básica del Gobierno para superar
con éxito ese trance en octubre. No mencionó, sin embargo, otra aspiración
personal: su voluntad para que el organismo internacional se apiade y le acepte
modificar el sistema de bandas cambiarias. Cree que habrá de conseguirlo.
Hombre de fe.
También
Macri en Olivos confesó su desazón sobre el período que “le toca” atravesar en
lo económico, imagina una reversión cercana y supone que la gente habrá de
apreciar el ordenamiento de la gestión, el ahorro en ciertos rubros y una
amplitud de las libertades entre su administración y la anterior. Anticipo de
lo que ayer confirmó en el Congreso. Ninguna primicia.
Sus oyentes
en Olivos, sin embargo, disponían de oídos algo refractarios: leen encuestas
poco promisorias, se angustian por los índices de inflación, pobreza, desempleo
y actividad económica, lamentan las reyertas internas con sus socios radicales
y, sobre todo, por un incremento de la sensación térmica del mundo empresario,
el nunca definido círculo rojo, que asume como prioridad que no gane Cristina
Kirchner más que impulsar la reelección de Macri. Como si esa combinación
no fuera ineludible o complementaria.
Con la dama
temen mayores pérdidas patrimoniales, el regreso de estatizaciones, la eventual
deserción al universo internacional o una alteración anunciada del plexo
constitucional. Pero ese criterio interesado, antes, forzaba a acompañar al Presidente,
aunque fuese con la nariz tapada. Y ahora, en cambio, se evalúan planes B o C,
aunque sin disponer con demasiadas flores en el huerto. Empiezan a dudar de
Macri como el candidato más robusto para enfrentar a la viuda de Kirchner,
a descreer del dilema binario que instaló la capilla de Marcos Peña en el que
el imprescindible mandatario siempre le ganaría a su antecesora en segunda
vuelta. Han cambiado las encuestas, también cambia la manada.
Intríngulis
para el mismo Macri si no resiste el declive y se borran las escrituras de que
la economía mejorará en dos meses. A no preocuparse el oficialismo. Hay una
señal: el índice de confianza al consumidor de una universidad amiga levantó su
opinión sobre el Gobierno, repite una trayectoria de datos semejantes a los
tiempos en que competía con Scioli.
Encierro. Menudo alimento para su entorno, cada vez más
cerrado y distante de voces críticas (léase Lousteau, radicales, Monzó, Massot,
Carrió, Frigerio, Larreta o Vidal) que hasta agrede como enemigos a los propios
que han ofertado alternativas de diálogo, sea para aprobar decretos de
necesidad y urgencia, designar jueces o descomprimir el clima social. Se
reitera, dicen, la herejía de hace tres años, cuando propiciaban incorporar a
Massa como asociado para no llegar con el agua al cuello al comicio.
Más
hermético, entonces, el poder del núcleo que se le atribuye a la Jefatura de
Gabinete cuando, en rigor, Peña & Cía ejecutan lo que decide Macri. Como en la última crisis de Defensa, cuando
cesaron con dos líneas de texto y sin indemnización al viceministro Chiquizola
y mantienen al titular, Aguad, uno de los pocos del gabinete que frecuenta a
Macri, quien lo considera más de su declaración jurada que del radicalismo,
ministro que se mueve por postergar mes a mes –al mejor estilo K– una
indagatoria judicial por una firma que estampó atinente al Correo (de la familia
Macri) y a un conglomerado periodístico cuando estuvo en Comunicaciones.
Tentada. Al contrario del encierro gubernamental, Cristina
se muestra abierta, recibe a los que nunca recibiría, no diferencia entre los
que aparecen ahora y los que estuvieron antes, plantea peronismo para todos y
todas, se alía con los que desprecia y hasta congeló en sus pretensiones a La
Cámpora. Al menos, por ahora. No habla inclusive para evitar que se espanten
los que se habían olvidado de ella en este período macrista: el silencio
siempre habilita en los otros sospechas de cambio, aun en aquellos convencidos
de que el ser humano no modifica su conducta. Sobre todo, a cierta edad.
Pero
sucumbió esta semana a la tentación, nutrida por la cadena de episodios que
involucran –penosa o falazmente, según el gusto– al fiscal Stornelli.
Y como a ella le cuesta soportar la presión judicial que la envuelve (como a
Macri le preocupa el pedido probable de detención de su primo Calcaterra), en
particular la investigación hotelera a su hija sin fueros y en camino de
realizar una producción documental en Cuba (territorio sin extradición que debe
amar), se sirvió en la banca senatorial para denunciar persecuciones del
Gobierno y complots de EE.UU. en su contra, casi rememorando aquellas diatribas
de antaño cuando imaginó que Antonini Wilson y una sola valija capturada
con 800 mil dólares en Aeroparque era una operación de la CIA.
Al margen de
alguna evidencia, reveló que estaba dormido su estilo enfervorizado, desafiante
y discriminatorio, el mismo que ayer eligió Macri y a ella supo alejarla de una
porción del electorado. Nadie se atreve a sostener que esa irritable actitud se
la recomendaron sus asesores, los que tal vez no comprenden su naturaleza. Y,
mucho menos, el convencimiento de la viuda que la legalidad de las acciones se
determina por el derecho y no por los hechos, pecaminosos o no. Como piensa,
claro, cualquier abogado. Al revés de una vasta mayoría.
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