«Me llamo barro aunque Miguel me llame./Barro es mi profesión y mi destino/que mancha con su lengua cuánto lame...» Así, en tres versos, Miguel Hernández,
no sólo se describe a sí mismo, sino que enaltece, definitivamente, la construcción poética del mundo. Es preferible olvidarse aquí de aniversarios. Hay que decir por qué este «barro»
es la esencia misma del verbo. Expresar por qué es, este poeta de Orihuela, el más profundo hacedor de belleza, contundente y dolorosa belleza...
Miguel Hernández no es solamente el más maravilloso orfebre del endecasílabo o la elegía. Es, además, el luchador incansable y honesto que la libertad
tuvo de guía. Amante de la vida, supo de todos las esperanzas y lo estragaron todos los dolores:
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias...
...
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
La pasión fue su camino. La cárcel y la muerte su destino. Pero Miguel, el soldado que atrincheró el verso en los frentes de batalla para no ser mancillado, enarboló
su amor por sobre los huesos y «la carne talada» y en la ternura del vientre de Josefina Manresa, construyó el hijo y el hambre para su hijo, al que alimentó con sus Nanas de la cebolla:
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero Miguel, desde la cárcel, alienta siempre la esperanza:
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Él es el hombre esposo-padre-soldado. Es la libertad, la lucha y la justicia. Es, sin dudas, el más significativo poeta de los tiempos. Y el más herido. El más
destrozado. El «pastor de cabras» que fue denostado por los grandes poetas de la época que lo consideraban un «pobre joven provinciano».
El «pobre pastorcillo» se convirtió, al fin, en el más importante y popular de todos, aunque debió pagar con su muerte el desatino de haber desafiado
a su época. Terminó arrumbado en los rincones de las cárceles (no fue una la cárcel de su cuerpo, sino varias), adormecido por el dolor y la tuberculosis, arrastrado hacia el final por dictadores
y eclesiásticos y olvidado por los señoritos poetas que no le perdonaron su sabiduría ni su poderoso lirismo. Salvo Neruda y Aleixandre, aquellos otros magníficos poetas lo dejaron a la intemperie
de la muerte.
Por eso, hoy es necesario volver a Miguel Hernández, a la potencia de su voz, única, inequívoca, contundente. Porque Miguel, el llamado «barro», es más
que nunca, el verdadero poeta, el que, junto con la libertad, hizo «que nuevos brazos y piernas crezcan/en la carne talada». En su propia carne. Su propia estatura. En sus ojos por siempre abiertos. En su no muerte.
Miguel y yo
Conocí la obra de Miguel Hernández, casi de refilón, en el final de mi adolescencia. Mi biblioteca está llena de él. Igual que mis poemas. Guardo archivos
y esperanzas de que, pronto, el mundo se llene de la magnificencia de sus sonetos y del batallar de cada verso. Es la única guerra que siempre aceptaré: la del árbol talado y renacido y la de la casa pintada,
no vacía. Lo demás, que lo expliquen los académicos y especialistas. Es el momento de celebrar la obra y la memoria de un hombre que hizo de la palabra, el más bello y trágico estandarte
de lucha. Es decir, de pura vida...
Miguel Hernández, apresado al finalizar la Guerra Civil Española, murió en la cárcel el 28 de marzo de 1942. Tenía 31 años.
Dos poemas de Miguel Hernández
Canción última
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa
con su ruinosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
Umbrío por la pena
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!
© Agensur.info
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