Dicen que cuatro minutos de mirarse en silencio, cara
a cara, acerca a las
personas más que cualquier otra cosa.
Por Cristian
Vázquez
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En algún
momento de mi vida tomé conciencia, con perplejidad, de que los animales nos
miran a los ojos. Lo sentí extraño. Pensé que tendría más sentido que miraran
otra parte de nuestros cuerpos. Los brazos, por ejemplo, con los que podríamos
atacarlos o darles de comer. O las piernas, que podrían indicar hacia dónde nos
moveremos o nuestras próximas acciones. O la zona que les pareciera más
apetitosa. Pero no: nos miran a los ojos. De la misma forma en que los humanos
nos miramos entre nosotros.
Más tarde
supe que en realidad no tiene nada de raro. Todo lo contrario: está en la
naturaleza, en la de ellos y la nuestra. Animales y humanos compartimos raíces
evolutivas y por lo tanto ellos, como nosotros, obtienen muchísima información
de la observación de las miradas ajenas, información que les permite entender a
los demás. Un estudio comprobó que los niveles de
oxitocina —la llamada “hormona del amor”— aumentan cuando alguien querido te
mira a los ojos, y no solo entre seres humanos: también entre humanos y perros.
Sería ocioso
abundar en la importancia del contacto visual. La conocen al detalle los
expertos en autoayuda, coaching y liderazgo, los especialistas
en hablar en público, los asesores de marketing y
comunicación, los vendedores, los políticos, los enamorados, los investigadores
de los trastornos del espectro autista, los mentirosos. “Mírame a los ojos y
dime que no me quieres”, hemos oído en infinidad de melodramas, como si ningún
engaño pudiera vencer a un encuentro visual. El Dios de los monoteístas, el
Sauron de la Tierra Media, el Gran Hermano de Orwell: sus ojos están siempre
encima de sus súbditos. Todo su enorme poder se representa en sus miradas.
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Dicen por
ahí, sin embargo, que el contacto visual se está perdiendo. Les echan la culpa
a los teléfonos y las computadoras y demás pantallas, que roban nuestra
atención incluso mientras conversamos. Jerry Seinfeld lo destacaba ya en 2010,
mitad en broma y mitad en serio, en una
entrevista con David Letterman. Tras apuntar que “los ojos de
la gente con BlackBerry no hacen foco”, se refirió a la “lenta bajada de
cabeza” de los usuarios de esos dispositivos: el gesto de quitar la mirada de la
cara del interlocutor para llevarla hasta la pantalla del teléfono. “¿Acaso no
sabemos lo grosero que resulta eso? Es como si abriera una revista frente a tu
cara y me pusiera a leerla mientras tú me hablas”.
Pero no es
esa la única forma en que se está perdiendo el contacto visual. Hay otra, más
sutil y, precisamente por eso, más inquietante. Es la que se produce cuando
alguien posa o actúa frente a una cámara, o le habla a una cámara, y sin
embargo no mira a la cámara: mira otra pantalla.
Sucede en
múltiples ocasiones. Casi todas las selfies son un ejemplo: las personas
retratadas no miran a cámara, sino a la pantalla del teléfono con el cual hacen
la foto. Miran su propia imagen, como si se miraran al espejo. (En muchas
selfies, por cierto, lo que se fotografía es un espejo, pero la persona no se
mira al espejo: mira el teléfono. Es el teléfono quien se autorretrata. La
persona se torna un mero adorno, un complemento.) Como resultado, en la foto la
vista sale desplazada, desviada, perdida. En busca del presente efímero e
inasible, se descuida la imagen que pervive, la finalidad última de la
fotografía.
Otro ejemplo
es el de las conversaciones por videoconferencia. Hablás con alguien que desde
una pantalla te habla pero no te mira. O sí: mira tu imagen, pero tu imagen
está en su pantalla y no en su cámara. De ahí que no lo veas mirarte: mira para
otro lado, un poco para arriba, o para el costado. Es casi como si te mirara,
pero no.
Y lo mismo
sucede con los videos en los que la persona que aparece en pantalla tiene que
seguir un guion y utiliza una suerte de teleprónter de baja calidad. El texto
que tiene pronunciar no aparece justo sobre la cámara, sino en una pantalla
colocada un poco abajo o a un costado. Esto hace que se rompa lo que Eliseo
Verón, en sus estudios sobre televisión, llamó el
eje Y-Y, el que pone “los ojos en los ojos” y genera el efecto de que el
presentador de la TV “me está mirando”. Muchísimos youtubers, en
cambio, nunca “me miran”: pareciera que sí, hacen como si me miraran, pero su
vista también está apenas corrida, desalineada, en otra parte.
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En el campo
de la robótica existe una teoría llamada hipótesis del valle inquietante. Afirma que las
reacciones emocionales que generan las réplicas de personas son más positivas y
empáticas cuanto más se parecen estas réplicas a seres humanos reales, pero
solo hasta un determinado punto. Hay un cierto grado de semejanza, cuando la
réplica se parece demasiado a una persona de verdad, a partir del
cual la respuesta del cerebro es negativa, de una fuerte repugnancia. Esto es
lo que hace que, por ejemplo, R2-D2 y C-3PO nos caigan tan bien, mientras que
robots humanoides como Sophia nos
producen rechazo y miedo. El valle inquietante sería uno de los responsables de
la coulrofobia, el miedo irracional a los payasos y a los mimos.
Sospecho
que, de algún modo, las miradas apenas desviadas de las selfies, las
videoconferencias y los videos de YouTube habitan ese mismo valle inquietante.
Cuanto más me parece que me mirás a mí, te siento más en contacto conmigo, más
cerca de mí. Pero a partir de cierto punto en que parece que me miraras a mí
pero en realidad no, o no lo sé, surge la duda, la incertidumbre, como cuando
alguien hace señas desde lejos y no sé si las dirige a mí o a alguien que está
a mis espaldas, o cuando estoy frente a alguien con estrabismo y parece que me
hablara a mí pero no estoy seguro, y el resultado es que me siento desorientado,
incómodo, fuera de lugar.
Por eso,
cuando me hago una selfie o hablo por Skype, trato de mirar a cámara. Pero esto
también es extraño, inquietante, porque estamos configurados para mirar caras y
no inhumanos puntos negros. Antes, al menos, detrás de las lentes siempre había
una persona. Ahora no hay nada. Imagino que los cráneos más brillantes de
Silicon Valley ya estarán trabajando en el desarrollo de cámaras insertadas en
las pantallas, siempre detrás de los ojos de los rostros que esas pantallas reproduzcan.
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Es cierto
que también nos inquietan esos retratos cuyas miradas parecen seguirnos sin
importar desde qué ángulo los observemos. Y que cuando conversamos con alguien
no sostenemos durante todo el tiempo nuestros ojos fijos en los ojos de nuestro
interlocutor. Un estudio halló el motivo: el cerebro
obtiene tanta información de la cara de la otra persona que, si al mismo tiempo
debe procesar y emitir mensajes verbales, el esfuerzo le resulta abrumador.
Pero el
contacto visual también posibilita experiencias extraordinarias. En la
primavera de 2010, la artista Marina Abramovic colocó dos sillas enfrentadas, a
un metro de distancia una de la otra, en una sala del Museo de Arte Moderno de
Nueva York, y propuso a los visitantes que se sentaran a hacer contacto visual
con ella. Sin hablar, sin hacer nada más que observarse. Pasó 700 horas
mirándose a los ojos con más de 1.500 desconocidos. A veces estos lloraban, a
veces ella también. Mirarse a los ojos es “transformador”, dijo la artista, “una de las experiencias
más poderosas que puedes tener”. Ya en la década de 1980, el psicólogo
estadounidense Arthur Aron había enfatizado que “cuatro minutos de contacto
visual acerca a las personas más que cualquier otra cosa”. Inspirada en esa
idea, Amnistía Internacional propició encuentros de cuatro minutos de contacto
visual entre gente de Europa y personas que llegaban como refugiados de Asia y
África. El resultado es conmovedor, como se ve en el video de aquí abajo.
Funciona como una buena manera de recordar —ante tanta mirada desviada, ante
tanta pantalla que nos saca de nuestro eje, que nos descoloca— el valor de una
buena mirada compartida, un aliciente para animar a nuestros ojos a que hablen
y lean, a su vez, en los ojos de los demás.
© Letras Libres
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