Por Guillermo Piro |
El otro es Joseph Kessel, nacido en Villa Clara (ni siquiera en Paraná), en la provincia de Entre Ríos.
Joseph Kessel nació allí el 10 de febrero de 1898 debido a circunstancias más bien azarosas: su padre era médico y luego de una corta estadía en la Argentina la familia emigró a Oremburgo, en Rusia, para finalmente afincarse en Niza, Francia.
Pero nunca abandonó la ciudadanía argentina, ni siquiera cuando se convirtió en 1939 en un renombrado novelista y en un corresponsal de la Guerra Civil Española para Paris-Soir y luego para Paris Match. Durante la Segunda Guerra estuvo del lado de los franceses buenos –que sabemos que fueron muy pocos–, y al finalizar la guerra asistió a los Procesos de Nuremberg, viajó a Palestina, a Israel, a Birmania y a Afganistán. Estos son el país y el momento que nos interesan particularmente.
De su viaje a Afganistán llevó a Francia la idea para una
novela –tal vez su mejor novela–, Los jinetes (1967). En 1971 John
Frankenheimer llevó la historia al cine, protagonizada por Omar Shariff y Jack
Palance, uno de los peores mejores actores –o uno de los mejores peores, nadie
se pone de acuerdo– que ha dado Estados Unidos. Joseph Kessel ya sabía algo
acerca de esto de que un libro termine en la gran pantalla: en 1967 Belle de
jour, un libro publicado en 1928, fue filmado por Luis Buñuel –con la actuación
de Catherine Deneuve y Michel Piccoli, el peor mejor actor francés, o el mejor
peor, como quieran–, y en 1969 El ejército de las sombras, de 1943, fue llevada
al cine por Jean-Pierre Melville, Lino Ventura y Simone Signoret –aplausos, por
favor.
Los jinetes parte del encuentro de Kessel con uno de los
deportes más brutales del mundo: el buzkashi. Dos equipos, compuestos por
jinetes o chapandaz, que no se diferencian con ninguna insignia o color, se
disputan el boz, una cabra sin cabeza ni extremidades, en un campo de juego que
puede tener kilómetros de longitud. El juego consiste en depositar los restos
mortales de la cabra en el centro del campo de juego. Sería como una especie de
pato argentino, o de horseball europeo, pero menos aristocrático, más
sangriento y con reglas muy pocos definidas. Lo cierto es que tanta brutalidad
y dolor tienen como recompensa el prestigio para el chapandaz ganador.
Uroz, el protagonista de la novela –hay quienes dicen que el
verdadero protagonista es Jehol, el caballo, pero no discutamos con ellos–, es
derrotado en un juego en Kabul, del que sale gravemente herido. Debe emprender
el camino de regreso a su pueblo, donde lo espera su padre, Tursén, el mejor
chapandaz, ahora viejo, achacoso, autoritario y difícil de conformar. Pero
Uroz, en su lento regreso, comete un error: promete, en caso de que muera, su
caballo al criado, lo que despierta en este la urgencia y las ganas de verlo
sin vida (Jehol es un caballo extraordinario). Es algo a lo que el mismísimo
Corán hace mención: nunca prometas a nadie nada que se hará efectivo luego de
tu deceso. Uroz, el fracasado, debe pedir que le amputen la pierna y le
fabriquen una de palo, todo eso sin que el criado se entere, o estaría perdido.
El derrotado vuelve victorioso a su hogar y se muestra desnudo ante su padre, a
quien había avergonzado.
No parece una historia afgana.
©
Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario