El Lazarillo de Tormes - (Luis Santamaría y Pizarro - Óleo sobre lienzo) |
Conversando
con un amigo, veterano profesor de literatura en un instituto, acabamos
llorando la paulatina desaparición de las grandes obras clásicas de nuestra
literatura del bachillerato. Es el corolario natural del progresivo
arrinconamiento de la literatura en los planes de estudio, que poco a poco ha
ido perdiendo distinción como asignatura.
También es la expresión más evidente
de que en nuestro sistema educativo se está produciendo una ruptura tal vez
insalvable: enseñar, a fin de cuentas, no es otra cosa sino entregar a quienes
nos suceden un tesoro que, a su vez, nos entregaron quienes nos preceden; y la
ruptura de esa cadena es siempre un hurto, a veces también una herida
irrestañable.
Me
cuenta mi amigo que la última obra que se ha caído de la lista ha sido el Lazarillo
de Tormes, el más juvenil y vibrante de nuestros clásicos. Imagino que, si
se buscara al responsable o responsables del desaguisado, esgrimirían que las
nuevas generaciones no están versadas en el castellano antiguo que emplea el
anónimo autor de la novela, que la obra está llena de referencias históricas,
sociales o religiosas ininteligibles para un adolescente de nuestro tiempo y
que, en fin, ningún provecho o utilidad directa se puede extraer de una novela
que narra formas de vida felizmente extintas (aunque habrá que ver si no
vuelven), de tan miserables y ásperas. La confidencia de mi amigo me ha
impresionado mucho, pues la lectura del Lazarillo ha sido una
de las experiencias (y no sólo intelectuales) más gratas y
transformadoras de mi vida. No me refiero tan sólo al disfrute estético
que hallé entre sus páginas, sino al conocimiento profundo de la naturaleza
humana y del ‘alma española’ que nos brindan.
Los
personajes del Lazarillo siguen tan vivos hoy como en el
tiempo en que fue escrito: el ciego, el clérigo, el hidalgo, el buldero, el
arcipreste… Y su percepción de lo cotidiano es inigualable: una cocina con
lumbre, una jarra de vino, un trozo de longaniza, un racimo de uvas, una uña de
vaca, un troncho de berza… minucias que se quedan temblando en nuestra memoria,
ligadas a episodios que ya nunca podremos olvidar, porque nos interpelan muy
vivamente. La lectura del Lazarillo, como la de otras grandes obras
de nuestra literatura, ensancha nuestro horizonte vital, porque nutre nuestra
genealogía espiritual: nos ayuda a entender lo que somos a través de lo que
fuimos; y nos enseña que aquello que fuimos es, en esencia, lo mismo que
seguimos siendo. Este ‘eterno humano’ que sobrevive a las contingencias más
diversas (y también a los artificiosos esfuerzos por acallarlo) sólo los
grandes maestros literarios fueron capaces de alumbrarlo; y, alumbrándolo,
hicieron más llevadero nuestro peregrinaje por la tierra. Lo que los grandes
clásicos nos aportan no puede ser sustituido por lecturas de temporada u
ocasión, porque el sentido de la lectura no es –como nuestra época predica—
procurarnos entretenimiento (visión lúdica), ni estimular nuestras habilidades
mentales (visión utilitaria), sino ayudarnos a descifrar el misterio humano. Y
este desciframiento del misterio humano sólo lo hallamos en los grandes
clásicos.
Nunca
olvidaré aquel pasaje del Lazarillo en el que el protagonista,
que sirve a un escudero zarrapastroso, consigue por caridad una uña de vaca
para matar el hambre, dado que su amo no le procura sustento. Mientras trata de
comer a hurtadillas la uña de vaca, el escudero se le acerca; y Lázaro no logra
evitar que se le ablande el corazón, repartiendo con su amo el pobre
manjar. Hay en aquel pasaje un conocimiento tan profundo –tan delicado y,
a un tiempo, desgarrador– del alma humana que uno, mientras lo lee, se siente
dilucidado por dentro, como escrutado por una máquina de rayos X. Privar a los
jóvenes de una experiencia tan iluminadora es un crimen de lesa humanidad que
pagaremos con creces; que ya estamos pagando, en realidad, aunque no nos demos
cuenta. Pues no se puede privar impunemente a nadie de lo que en
justicia le pertenece. Y al privar a nuestros jóvenes de la lectura de clásicos
como el Lazarillo les estamos infligiendo una mutilación
gravemente injusta que se volverá contra nosotros. Pues la injusticia, como
enseñaba el gran Castellani, es un veneno moral que acaba enturbiando de
perversión y resentimiento el alma de quien la padece.
Hoy
dejamos a nuestros jóvenes sin Lazarillo, por enseñarles
informática e inglés (para convertirlos en los parias multiusos al servicio de
la economía sistémica). Es una injusticia y una falta de caridad mucho más
sórdida que privar al hambriento de una mísera uña de vaca. Pero nuestros jóvenes
se vengarán de esta injusticia; y cuando sean adultos nos darán peor trato que
el ciego al Lazarillo.
©
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