Por Javier Marías |
Si un crío confía en nosotros, lo último es
defraudar su confianza. Quizá por no haberlos tenido propios, por falta de acostumbramiento,
los observo con gran interés. Es muy probable que los lectores padres y madres
y abuelos, al leer estas líneas, piensen de mí: “Vaya, ha descubierto la
pólvora”. Me disculpo con ellos, naturalmente. Pero también es posible que, por
la misma falta de hábito, me fije en detalles extravagantes en los que acaso no
reparen quienes se han pasado la vida entre criaturas.
La niña, Berta, es aún muy chica, tres meses recién
cumplidos. Ya sonríe cuando se le dicen cosas afectuosas, y se agita de
contento como un animalillo, a buen seguro sin saber por qué, ni lo que hace.
Lo que me llama la atención es que, tan minúscula, responda ya a los estímulos
del bien querer y del halago, que a su manera “comprenda” el habla cariñosa, ya
que aún no las palabras. Pero, como me sucedía asimismo con una sobrina-nieta
que ahora tiene cinco años, lo que más me intriga es la intensidad de su mirada
cuando escruta a su alrededor, o a quien tiene delante, incluso a su propia
madre. Mira con profundidad, como si quisiera desentrañar un enigma con el solo
poder de su vista, supongo que es el principal medio con que cuenta para
deducir, entender y reconocer. Cuando los niños son tan pequeños, no puedo
evitar preguntarme qué diablos “piensan”. Ya sé que es un verbo excesivo, pero
algo semejante al pensamiento debe rondarlos desde el primer instante. Y asocio
su llegada al mundo con la de uno de nosotros a un planeta desconocido, sólo
que ellos carecen de términos de comparación, encima. En verdad resultan
misteriosos, quién sabe cómo interpretan.
El niño, su hermano, que se llama Unai y se llama
Ernest, tiene dos años y tres meses. Como casi todos los de su edad, corre ya
como loco y en todo se fija. Como también es frecuente, imagino, le encantan
los trenes, las ambulancias, los furgones de policía, las grúas. Hace poco su
juvenil abuela lo llevó a la Estación de Francia y unos amables ferroviarios le
permitieron subirse a un tren que iba a partir, y fingir que lo conducía. Se
quedó atónito primero, y después embelesado: un acontecimiento, en su vida
todavía conformada por cosas mínimas. Algo que me extraña en los niños es que
parecen encontrar normal su tamaño, y no poder alcanzar cuanto desean, y
depender de los mayores para tantísimas actividades, para vestirse incluso. No
parece molestarles que casi todo el mundo sea mucho más alto que ellos, y no sé
cómo encajan esa particularidad. No creo que sean conscientes (no al menos a la
edad de Unai o Ernest) de que los aguarda un crecimiento continuo, menos aún de
que llegarán a la altura de sus padres y la sobrepasarán probablemente. Poco a
poco aprenden lo que es el tiempo, pero les cuesta (también a los adultos,
dicho sea de paso). “Mañana” no significa nada para ellos. “Dentro de unos
días” les es inconcebible. Infiero que el tiempo presente es lo único que hay
para ellos, y que se les aparece como infinito e inmutable. “Si mi madre o mi
padre no están, eso significa que no estarán nunca; y si están, es que van a
estar siempre”, deben de “pensar”, o intuir acaso. De ser así, el suyo me
parece un mundo de extremos y de contrastes difícil de soportar, del cual
seguramente los salva su capacidad para el fácil y rápido olvido. El olvido,
supongo, es una bendición defensiva desde el principio.
Unai o Ernest es curioso hasta la aventura y a la
vez cauteloso. Ante un bazar chino, repleto de objetos como todos, se iba
acercando a la puerta con pasos cortos y paradas, como si esperara a que le
dieran permiso para adentrarse, o simplemente a ver qué ocurría si persistía en
su aproximación, como un explorador avezado y prudente. Nadie le dio indicación
alguna, pero su curiosidad fue más fuerte. Por fin atravesó el umbral y,
siempre con respeto o sigilo, empezó a mirar cosa por cosa; todo lo atrae, lo
mismo que cuando va por la calle: ir con él es ir parándose y explicándole,
porque quiere explicaciones; aunque no las entienda cabalmente, quiere
palabras. El nacimiento de Berta lo ha desconcertado un poco, claro está.
Alternaba besos y regalos (o por lo menos le enseñaba sus cuentos y juguetes)
con momentos de recelo. Pero un mínimo episodio reciente da fe de que ya la ha
“adoptado”. Unos niños de unos siete años se acercaron corriendo al cochecito
para ver al bebé, con buenas intenciones. Pero como Unai o Ernest las
desconocía, por si acaso se interpuso entre ellos y la hermana, para protegerla
de cualquier peligro, como un pequeño soldado. Qué iba a poder un niño de dos
años contra varios de siete. Quizá él no era consciente de que poco podría, y
sin embargo le brotó el gesto, la voluntad, el afán. Era como si les dijera: “A
ver qué queréis, que a esta nena yo la guardo”.
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El País Semanal
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