Por Martín Caparrós |
La llave es vieja como el mundo. Recuerdo por ejemplo a los miembros de
una pequeña secta palestina con ínfulas de grandeza. Aspiraban a más pero, en
aquel imperio, los pocos que los conocían los llamaban, despectivos, con el
nombre de su fundador, un tal Chrestus, un judío sin historia.
Para colmo aquel provinciano ignoto había muerto de la peor muerte
posible, la de los delincuentes más abyectos, los esclavos: colgado de una
cruz. Cuando sus seguidores empezaron a crecer, sus enemigos se lo recordaban:
era la peor descalificación. Pero aquellos insolentes no pidieron que no los
llamaran así, que no mencionaran la tortura; empezaron por reivindicar el
nombre del judío y lo usaron para denominarse, y después, en un golpe de genio,
dieron un paso más: lo mostraron en su momento más despreciable, torturado en
la cruz, e hicieron de esa cruz su signo.
El mecanismo se usó tanto a lo largo de la historia. Como, por ejemplo
—para ponernos serios—, en el fútbol argentino. Durante décadas las hinchadas
ofendían a sus adversarios con nombres que, supuestamente, los descalificaban:
llamaban bosteros a los hinchas de Boca porque su cancha,
decían, olía a bosta, mierda de caballos —que trabajaban en una fábrica de
ladrillos vecina—. Llamaban gallinas o gashinas a
los de River porque su equipo había perdido —Chile, 1966— 4 a 2 una final de la
Libertadores que le ganaba 2 a 0 a Peñarol. Llamaban cuervos a
los de San Lorenzo porque los había fundado un cura salesiano —y aquellos curas
todavía se vestían de negro y picoteaban—.
El primer calificativo venía de un prejuicio de clase, el segundo de un
juicio de carácter, el tercero del más sensato anticlericalismo. Pero, más allá
de sus análisis, está claro que aquellos nombres se lanzaban como ofensas hasta
que los hinchas empezaron a usarlos para sí. Yo, ahora, soy bostero; que
alguien me diga bostero ha perdido, entonces, cualquier capacidad de
insultarme. También por eso, digo, soy sudaca.
La palabra sudaca es relativamente nueva: nació en los
ochenta y en Madrid —que se creía muy movida—. Entonces era común formar
palabras con ese tipo de sufijo: se decía cubata para decir un cuba
libre, mensaca para mensajero, masoca para
masoquista, bocata para bocadillo y siguen firmas. Sudaca vino
en esa banda, y el gran Francisco Umbral ya la recogía en su Diccionario
cheli (1983): decía que se empezaba a decir sudaca o sudoca para
hablar de esos sudamericanos —mayormente Cono Sur— que habían llegado a España
en esos años; muchos, corridos por sus dictaduras. Ese mismo año una reputada
banda de rock gallego, Siniestro Total, sacó un tema que anduvo bien y se reía
con gracia: “El sudaca nos ataca”.
Y nadie se ofendía.
Dicen que fueron barras bravas del Real Madrid y el Barcelona los que
empezaron a usarla como insulto, y lo lograron: muchos ahora creen que lo es.
Incluso la Real Academia Española, que, como los
periodistas, suele llegar tarde al lugar equivocado, se lo cree. Los estudiosos
lo llaman resemantización: darle otro sentido al mismo vocablo. Pero las
palabras no tienen más sentido que el que muchos quieren darles.
Yo soy sudaca. Llegué por primera vez a España en aquellos ochenta; soy,
incluso, entonces, sudaca desde el principio de sus tiempos. Y cada vez que uso
la palabra sudaca las redes arden indignadas —las redes
son puro combustible y son incombustibles, arden y arden sin quemarse para
poder arder otra vez su fuego fatuo—. Los indignados asustados me reprochaban
mi lenguaje racista, supremacista y varios istas más; me sermoneaban por mi supuesto
insulto y me insultaban con denuedo.
“Una persona de color —negro—”, decía hace décadas Les Luthiers, antes
de que burlarse de la corrección política fuera tan políticamente incorrecto.
El problema suele aparecer cuando alguien cree que llamar a las cosas por
alguno de sus nombres es peligroso, y se embarca en las peores perífrasis para
no correr el riesgo. Lo hace, en general, porque cree que ser eso que no nombra
es malo en sí, y entonces no se puede decir tan claramente. Con esos firuletes
no hace más que subrayar la discriminación que –dice– trata de evitar.
Sudaca me parece una buena palabra: corta, clara, rotunda, dice lo que
quiere decir con la mayor economía. Es una buena palabra y de algún modo la
perdimos, se la dejamos a los malos. Ya es hora de recuperarla y poder decir,
con orgullo, con sorna, con placer, que sí, somos sudacas, y a mucha honra. Y
derivarla, enriquecerla: seguir la línea que marcó, hace años, en el
diario Clarín de Buenos Aires, la escritora colombiana
Margarita García Robayo cuando publicaba un blog que llamaba Sudaquia,
dándole a la palabra calidad geográfica.
Usarla, apropiarla, mimarla, proclamarla: ser sudacas. Y si hay
haraganes que suponen que con solo identificarnos —con decir quiénes somos o ni
siquiera, de dónde venimos— nos insultan, que no se crean que es tan fácil: que
trabajen, que busquen algo mejor.
© The New York Times
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