Por Javier Marías |
Desde entonces, nuestra idea de los Estados Unidos
ha cambiado para mal, y esa pésima idea afecta a la totalidad de sus
ciudadanos. Aunque sepamos que una gran parte de la nación detesta a
Trump y lo padece en mayor medida que ningún extranjero, la
mancha se extiende también sobre sus víctimas. Hace poco decliné una invitación
de Harvard porque —le expliqué a quien me escribía— “no pisaré su país mientras
Trump siga en el cargo”. El profesor en cuestión era tan contrario a su
Presidente como yo o más, pero mi decisión —personal, insignificante— es
irreversible, como lo fue la de no ir por allí durante los mandatos de Bush Jr,
y la cumplí a rajatabla. Así que si yo, que procuro atender a los matices, reacciono
de esta manera drástica, cómo no reaccionarán tantos que ni siquiera lo
procuran. Por su parte, Gran Bretaña ha sido siempre uno de mis países
favoritos, y mi declarada anglofilia me ha traído no pocos desprecios en
España. Desde la votación del Brexit, sin embargo, mis simpatías han ido
menguando. Sé que los partidarios de abandonar la Unión Europea fueron pocos
más que los deseosos de quedarse, y que además muchos de éstos, confiados en
que no se impondrían el despropósito y las mentiras flagrantes, se abstuvieron
despreocupadamente. Tengo bastantes amigos ingleses y escoceses y están todos
horrorizados o desesperados. No he tomado la misma decisión —personal,
insignificante— que respecto a los Estados Unidos (me cuesta más, y el Brexit
aún no se ha producido), pero tengo escasas ganas de visitar un lugar que
siempre me alegró y me atrajo. Los gobernantes, en efecto, tienen más peso del
deseable, y cuando son oprobiosos tiñen a todos con su oprobio.
Por eso es tan irresponsable y dañino lo que los
dirigentes independentistas catalanes llevan haciendo seis años. Otras
consideraciones aparte, han logrado que en el resto de España nazca y crezca
una animadversión indiscriminada hacia “los catalanes”, cuando, de los seis o
siete millones que son, sólo dos (según los cálculos más interesados) apoyan
ese procés de tintes racistas, ultrarreaccionarios y
antidemocráticos, por mucho que sus promotores lleven cínicamente en los labios
la palabra “democracia” y que el idiótico PEN los jalee a cambio de dádivas.
Durante estos seis años han acumulado insultos, desdenes, calumnias y agravios
sin fin hacia “los españoles”, con especial inquina hacia madrileños, andaluces
y extremeños. Por fortuna, la reacción ha sido exigua, lenta y nada exaltada.
Pero es obvio que la paciencia se erosiona y que el hartazgo va en aumento. A
los Mas, Puigdemont, Junqueras, Torra, Rovira, Artadi, Rufián y compañía eso
les trae sin cuidado; de hecho ansían más hartazgo. Lo cierto es que, incluso
si un día su anhelada República fuera un hecho y Cataluña independiente, la
geografía, tozuda, no variaría, y seguiríamos siendo vecinos. ¿Es aconsejable
irritar deliberada y sistemáticamente al vecino, cuando además es nuestro mayor
cliente? ¿Cuando es al que solicitaríamos ayuda en caso de catástrofe natural o
de atentado terrorista masivo? ¿Cuando llevamos siglos de convivencia y
solidaridad ininterrumpidas, pese a las fricciones innegables? ¿Cuánto tiempo
va a costar restablecer la confianza perdida y la estima deteriorada?
Dado que nos consideramos compatriotas y que
estamos muy mezclados, en este caso es más necesario no perder de vista los
matices y hacer un continuo esfuerzo por recordar que los usurpadores
mencionados no son en absoluto “los catalanes”, sino más bien —gracias a otro
sistema electoral injusto— individuos que, merced a una mayoría artificial
parlamentaria, han tomado como rehenes a todos sus conciudadanos. Hay cuatro o
cinco millones que no hacen sino padecerlos, y a éstos no podemos darles la
espalda ni abandonarlos a su suerte, son la mayoría. Conozco a muchos,
catalanoparlantes. Paso parte del año en su tierra y, madrileño como soy, y
habiéndome pronunciado públicamente en contra no del
independentismo (defienda cada cual lo que quiera), sino de este independentismo
totalitario y por las bravas, nunca me he sentido rechazado ni me he visto
desairado, ni en privado ni por la calle. Más bien al contrario. Ahora que
empieza el juicio a los políticos
acusados de delitos, el ruido subirá aún más de tono. La difamación
de la democracia española no conocerá límites ni escrúpulos. Las ofensas se
multiplicarán. Se nos dirá que no pasó lo que hemos visto. Quienes fomentan el
odio se aplicarán con ahínco. Justamente ahora es preciso no perder de vista
que “los catalanes” no son los que vociferan, increpan y calumnian, en modo
alguno. Siguen siendo parte de nosotros, como lo han sido siempre, aunque para
los usurpadores y sus acólitos nosotros ya no seamos parte de ellos. Eso no
debe importarnos. Son muchos, pero los menos.
© El País Semanal
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