Por Rosa Montero
El pasado noviembre, una panda de descerebrados
organizaron en Estados Unidos una Conferencia Internacional de Terraplanistas
(o sea, de gente que cree que la Tierra es
plana) en la que decidieron preparar un crucero que llegue hasta el
borde en 2020 (lástima que sea esférica y que no puedan caerse).
Y hace un par
de semanas, en plena ola de frío, Trump se burló en Twitter de la existencia
del calentamiento global, mostrando una incultura estremecedora: el vórtice
polar es una consecuencia más del cambio climático. Quiero decir que la
barbarie arrecia, porque obstinarse en insensateces de semejante envergadura no
es solo una cuestión de ignorancia, sino también de fanatismo. Y el dogma acaba
siempre teñido de sangre.
Ahora bien, mientras sucede esto también ocurren
cosas maravillosas. Llevamos un par de meses de intensos logros espaciales. En
diciembre, la sonda OSIRIS-REx de la NASA
alcanzó un pequeño asteroide, Bennu, a 110 millones de kilómetros de
distancia, y se puso en órbita. Allí sigue dando vueltas; si todo va bien, en
algún momento cogerá una muestra de la roca y la enviará de vuelta a la Tierra
en 2023. En enero, los chinos aterrizaron en la cara oculta de la Luna y se
pusieron a hacer crecer algodón selenita (las plantitas se helaron por un fallo
eléctrico). Y también en enero, la sonda estadounidense New Horizons sobrevoló y fotografió Ultima Thule,
el cuerpo más lejano del sistema solar jamás alcanzado, un pedrusco de 30
kilómetros de diámetro. Verán, Ultima está a 6.400 millones de kilómetros de
distancia y a la sonda le ha costado 13 años llegar hasta allí: fue lanzada en
enero de 2006 y todavía funciona, lo cual me parece prodigioso, teniendo en
cuenta que es un producto del chapucero y atolondrado ser humano. Pienso en
la New Horizons, que ya ha dejado atrás Ultima Thule y
prosigue impertérrita en su trayecto hacia la negrura, apenas un puñadito de
chatarra terrícola en medio de la más completa y solitaria inmensidad, y me
emociono. Somos como niños arrojando guijarros a un abismo.
Soy de la generación que nació con la conquista del
espacio. Recuerdo una noche de frío invernal en Madrid; yo era muy pequeña y
colgaba de la mano de mis padres; los tres, junto a mi hermano, nos
encontrábamos parados en la acera, cerca de la casa de mi infancia,
contemplando el cielo. Me sentía muy excitada: estar despierta tan tarde y
además en la calle era algo muy raro. A nuestro alrededor había otras personas
que también miraban hacia el firmamento: una legión de escudriñadores. Y
entonces, de repente, sucedió. Allá arriba, en la oscuridad tachonada de
estrellas, vi moverse una lucecita que atravesó a un ritmo constante el arco
del cielo. Era el Sputnik 1. Por primera vez en la historia, el ser
humano había conseguido salir del útero de la atmósfera y la gravedad
terrestres. Creo que fue el momento más trascendental en toda la carrera del
espacio, y fui testigo.
La exploración del cosmos ha tenido siempre
furiosos detractores. Gente que opina que es una estúpida manera de malgastar
fabulosas cantidades de dinero que podrían ser utilizadas para paliar las
muchas necesidades que hay en la Tierra. Comprendo la inquietud, pero no estoy
de acuerdo. En primer lugar, porque el reto espacial contribuye a un importante
desarrollo tecnológico que luego es aplicado en nuestras vidas; pero además
porque la carrera espacial puede salvarnos la vida como especie, darnos
instrumentos para revertir el calentamiento global, encontrar cuerpos celestes
capaces de acoger la vida humana.
Todos los viajes de exploración, desde Colón a
Amundsen, han sido costosos económicamente, pero era y es inevitable querer
saber más. Esa ansia de conocimiento nos hace no solo más sabios, sino también
mejores. Aún me estremece aquella maravillosa escena de la película Ágora, de Alejandro Amenábar, en la que se veía a
nuestro planeta flotando con imperturbable serenidad en mitad del cosmos,
mientras se escuchan los alaridos de los niños y mujeres degollados en una de
las masacres que narra el filme. Recordad a los terraplanistas: somos hormigas
ciegas y feroces, incapaces de despegar los ojos del suelo. Nos iría mucho
mejor si lográramos mirar más a menudo el cielo.
© El País Semanal
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