Por Pablo Mendelevich |
Pero la
coartada no se sostuvo durante mucho más de quince minutos.
A la cabeza
de los coimeados se cree que estuvieron -aún no lo probó la Justicia- los
Kirchner, en cuyos domicilios de Barrio Norte y de Olivos el remisero anotador
hizo las entregas de buena parte de las coimas. Los Kirchner, casualmente, son
autores originales del equívoco coima-aporte, los inspiradores de la máscara
proselitista de la que echaron mano los empresarios acorralados. La frase
"para hacer política hace falta mucho dinero", atribuida a Néstor
Kirchner como justificativo público de su creciente fortuna personal, en
ocasiones ha sido usada por sus seguidores para presentar la avaricia como un
servicio a la patria. No hay registro alguno de que los Kirchner hubieran
puesto jamás un centavo de su bolsillo en ninguna campaña. Tampoco se sabe de
contribuciones en negro.
Para ser
justos, el último acaudalado que de veras se gastó parte de su fortuna haciendo
política y alcanzó la presidencia fue Hipólito Yrigoyen. Los políticos de
primera línea de buen pasar (con excepción de Francisco de Narváez, cuyas ideas
y oratoria llegaron a ser disputadas por líderes de diferentes partidos a la
vez, incluido Kirchner al principio) casi nunca son autoaportantes.
Tan lejos
llegó la corrupción relacionada con contratos con el Estado que el oscuro
submundo de la financiación de las campañas posó de altruista. Una cosa es
cierta: serán circuitos diferentes, pero los actores se repiten. Los grandes
empresarios, incluidos muchos de los involucrados en la causa de los cuadernos,
efectivamente son patrocinantes de la gran competencia bianual de la
democracia. Hasta ahora repartían. Aportaban una suma módica en blanco y otra,
diez, veinte o cien veces mayor, en dólares, en negro. A esa plata (también
daban ayuda en especie) en cierto modo la purificaba el destino. Iba a manos de
recaudadores oficiales reconocidos: una semilegalidad difusa, de aspecto menos
pecaminoso que la coima, aunque nada exigua. Dice Hugo Alconada Mon en La
raíz de todos los males que el aporte promedio de los grandes empresarios
para las elecciones de 2015 fue de 2,2 millones de dólares por cabeza.
Con menos
ruido que el dilema de los desdoblamientos electorales, en los rincones de la
política la gran pregunta es quién va a poner plata en serio después de los
cuadernos, en plena recesión, durante 2019. ¿Los empresarios que vienen de
pasar en Comodoro Py -o que padecen en la cárcel- los peores días de sus vidas?
¿Los que no cayeron en la volteada, pero se anoticiaron de que una mañana
cualquiera la Justicia se despierta y se atreve con quienes nunca antes se
había metido? ¿Los sindicatos, a veces también financistas de campañas en
negro, ahora mucho más auditados?
Los aportes
del Estado a los partidos son una parcialidad. Ese dinero en blanco junto con
las donaciones individuales dibujadas (también bajo la lupa judicial luego del
escándalo de los aportantes bonaerenses truchos de Cambiemos) suele servirles a
los partidos para blanquear los ingresos inconfesables. Hasta ahora plata no
les faltaba a los principales candidatos. La conseguían. El problema era
blanquearla y disimular ante el electorado los costos reales, a veces obscenos,
de las campañas. Hay expertos que defienden por lo bajo ese sistema con el
argumento de que el riesgo del conflicto de intereses procedente de los aportes
empresarios en negro resulta insignificante al lado de la amenaza de que el
narcotráfico coopte la política, algo que según ellos hoy solo sucede en
situaciones marginales.
El Congreso
tiene bajo estudio una nueva ley de financiamiento de campañas. Habría que
avisarle que las elecciones están por empezar. Empujado por el Gobierno y por
Miguel Pichetto, el proyecto es un compendio de obstáculos formales que se
esmera por conocer el origen del dinero de las campañas. Se trabó en el Senado
porque, entre otras cosas, exaspera a Lilita Carrió y disgusta al peronismo que
se les permita ser aportantes a las empresas.
Siempre fue
traumático para los políticos discutir las leyes que los tienen por sujetos. En
1994, cuando se terminó de reformar la Constitución, desapareció
misteriosamente de ella un artículo, luego injertado por ley: justo era el que exigía
mayorías especiales para hacerle cualquier retoque al régimen electoral.
Para buena
parte de los dirigentes argentinos las reglas deben estar subordinadas a la
política. Pero al menos una se cumple siempre, la de renovar reglas delante de
cada elección. El problema es que esta vez la incertidumbre viene al taco. A la
incertidumbre política, que en 2019 ya es mayúscula y que se retroalimenta con
la incertidumbre económica, se suma la referida al proceso electoral. Todavía
se desconoce quién financiará realmente las campañas, con qué normas, cuándo se
vota en algunos distritos, cuántas veces, con qué instrumentos electorales y
con qué padrones. También de eso se trata el desdoblamiento.
Intendentes
y gobernadores conjugan el verbo desdoblar con dramatismo hamletiano. Acarician
la calavera, o la urna, y se inquieren acerca del nudo existencial: ¿desdoblo o
no desdoblo? Hasta las PASO aguardan su destino colgadas de este análisis de
conveniencia. Desdoblar no es cosa ornamental, sino un asunto de inducciones. A
los "desdoblistas" lo que los ilusiona es la posibilidad de airear el
calendario para evitar un efecto repelente de los candidatos de una categoría
de la boleta respecto de los de la otra. Lo cual exige saber hoy cómo va a
cotizar el riesgo contagio (que cuando sube se llama arrastre) entre junio y
noviembre. Ingeniería electoral de estribo. Rosendo Fraga suele advertir que en
la ingeniería electoral la política se come al ingeniero.
Desde el
siglo XIX la provincia de Buenos Aires nunca desdobló. "Es legal", se
atajan los que hablan rápido. Legalidad argenta: si desdoblan en la provincia
tienen que modificar dos leyes. En 2009 Mauricio Macri desdobló las elecciones
porteñas legislativas de las nacionales. Las puso el 28 de junio. Entonces
Néstor Kirchner, experto alquimista, hizo que su esposa adelantara para esa
misma fecha las elecciones nacionales que por ley debían hacerse al final de
octubre. Los Kirchner ordenaron una modificación exprés del Código Nacional
Electoral. Resultó un fiasco. El propio Kirchner (que encabezaba la lista de
Daniel Scioli, Nacha Guevara y Sergio Massa, todos los cuales renunciaron a la
diputación antes de ejercerla) acabó derrotado por un novato, De Narváez. El
Congreso funcionó durante medio año a toda máquina con la composición vieja
mientras los legisladores que el pueblo había votado se maceraban en el banco.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario