Por Carmen Posadas |
Y algo parecido ocurría con el resto de las palabras, así que no quedaba más
remedio que recurrir a otras fuentes: hermanos mayores. O ese primo lleno de
granos que se empeñaba en explicarse ‘jugando a médicos’, o alguna compañera de
clase tan ignorante como una que aseguraba saber de muy buena fuente que los
niños no venían de París, sino que «nacían de las mamás saliendo por el
ombligo». Eran otros tiempos.
Ahora,
los niños lo tienen más fácil. Toda la información que puedan desear está a un
clic de distancia y casi siempre acompañada de vídeo explicativo por si queda
alguna duda o se necesitan detalles más precisos. Pero, además –en un mundo
hipersexualizado como el nuestro, en el que no solo en las películas sino
también en los anuncios (y da igual que sean de chocolatinas o incluso de
sopicaldos) se suele recurrir a fingidos orgasmos y otros guiños sexis, no es
precisamente información de esta índole la que falta a los más pequeños. Y
ellos la asimilan con absoluta normalidad desde edades muy tempranas, lo que en
principio parece sano. No existen ya tabúes, secretos insondables ni confusos
misterios como ocurría en nuestra época. Tampoco represión sexual ni mucho
menos ‘landismo’, término de cortísima vida que defendió José Luis Borau en su
discurso de entrada en la Real Academia y que sirve para designar ciertas
comedias del período desarrollista, pero también el hambre sexual del macho
ibérico en celo permanente.
No,
los niños de ahora no necesitan recurrir a los diccionarios ni a hermanos
mayores o amigos para su aprendizaje sentimental y sexual, todo lo que quieren
saber está en la Red. ¿Quiere eso decir que están mejor informados que
nosotros? Según Claire Wardle, experta en comunicación, la gran paradoja de
nuestra era es que el mundo ultraconectado en el que vivimos produce una
colosal desinformación, y los grandes medios, que hasta hace unos años ejercían
el monopolio de la información y filtraban las noticias separando mentiras de
verdades, han perdido toda credibilidad.
En
este momento vale tanto la opinión de un premio Nobel que la de un bloguero.
Peor aún, vale más la del bloguero porque hoy todo depende del número de likes que
coseche una noticia. Y luego están los bulos (las fake news), es
decir, noticias deliberadamente falsas que corren por la Red como reguero de
pólvora. Cualquier noticia de relieve tiene su versión bulo que sirve para
alimentar el morbo y dar la peor versión de cualquier hecho. En el caso del
niño Julen, por ejemplo, basta poner su nombre junto a la palabra fake para
descubrir las mil explicaciones insidiosas que elaboraron alrededor de tan
triste accidente. Y, por supuesto, quienes más expuestos están a este hervidero
de mentiras son los más jóvenes que consultan las redes de un modo yonqui, cada
diez minutos más o menos.
De ahí
que un estudio reciente de la FAD (Fundación de Ayuda contra la Drogadicción)
señale que es preciso enseñar en las escuelas a los jóvenes a
cuestionarse si una noticia es falsa o no. De momento, solo el 22,5 por
ciento de los adolescentes afirma haber recibido formación en este sentido. Tal
vez ahora ninguna fake new diga que los bebés salen del vientre
materno por el ombligo, pero los siguientes cuentos de viejas tienen su versión
2.0 en las redes: uno afirma que método Ogino es «seguro y superecológico».
Otro, que lavarse con vinagre después de haber mantenido relaciones sin
protección evita embarazos y contagio de enfermedades; un tercero, que no hace
falta utilizar anticonceptivos cuando una app indica que no está
una en día fértil… Y la gente se los cree porque otro fenómeno viejo como el
mundo es que, por alguna razón que se me escapa, el ser humano es más proclive
a tragarse una trola descomunal que a decantarse por algo que encaje con el más
elemental sentido común.
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