miércoles, 27 de febrero de 2019

Las niñas bonitas

Por Isabel Coixet
Creo que no hay nada que me reviente más que cuando te encuentras a alguien y te dice: «Has adelgazado, ¿verdad?». Bueno, sí, cuando ese alguien te dice: «Has engordado, ¿verdad?». Yo puedo ser una arpía de cuidado en muchas ocasiones, pero jamás se me ocurre hacer un comentario sobre el físico ajeno, más allá de «tienes buena cara» o «te queda muy bien este vestido», porque si no es para decir algo positivo, considero que es mejor cerrar el pico y no decir nada. 

Imagino que mi propia fobia a los comentarios sobre mi físico, que viene desde mi infancia, me hace ser extremadamente cuidadosa con lo que digo del físico de otras personas.

Creo que hay algo de invasivo y miserable y de fundamental falta de respeto en la manera en que muchas personas comentan el aspecto de los otros, para rebajarlos y sentirse superiores. Pero es en la infancia donde todas estas cosas tienen su origen. Aprendemos muy pronto que existe una norma y que todo lo que se desvía de ella es nefasto. Hay que ser guapo y delgado porque si eres feo y gordo lo vas a tener muy chungo en la vida. Y si eres una mujer, todo es mucho más extremo. Desde que llevas pañales, tienes que escuchar cómo te llaman «guapa», «bonita», «qué mona es», «gordita», «qué mofletes», hasta que dejan de llamártelo y te preguntas si te has vuelto invisible y ya nadie te quiere.

Todo el mundo se cree con derecho a comentarte tus granos de acné, tus michelines o tu ausencia de ellos, si eres alta o baja, tu postura, tus orejas, tus ojos miopes… En la adolescencia, todo eso se agudiza, y las mujeres a las que no se nos considera guapas somos terriblemente conscientes de todo lo que no somos, porque el mundo se encarga de mentárnoslo constantemente. Vivimos como si nos faltara algo, como si tuviéramos una tara y no estuviéramos completas.

Pero, si por un momento nos olvidamos, toda la maquinaria de la publicidad se encarga de recordárnoslo: las protagonistas de las vallas publicitarias, de los anuncios de la televisión, de las revistas, de los prospectos de las medicinas nunca son mujeres como nosotras. Esas criaturas etéreas, eternamente delgadas, bellas, jóvenes nos recuerdan una y otra vez lo que no somos, lo que nos falta. En las alfombras rojas, no importa los méritos que tengan unas y otras: las guapas y delgadas y sonrientes son las únicas que existen.

Accidentalmente se fotografía a alguna mujer normal, pero descuiden: antes fotografiarán a una actriz de cuarta categoría con un vestido con escote que a una empresaria que da trabajo a 500 trabajadores y que tiene una talla 44. Raramente hay mujeres normales en el teatro, en las pantallas de cine, en la danza. El culto a la belleza ha hecho más daño a la autoestima femenina que siglos de patriarcado. Y sigue haciéndolo.

Una canción de mi infancia me vuelve una y otra vez a la cabeza: «Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero, yo no soy bonita ni lo quiero ser…».

© XLSemanal

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