Por Isabel Coixet |
Imagino que mi propia fobia a los comentarios sobre mi físico, que viene desde
mi infancia, me hace ser extremadamente cuidadosa con lo que digo del físico de
otras personas.
Creo
que hay algo de invasivo y miserable y de fundamental falta de respeto en la
manera en que muchas personas comentan el aspecto de los otros, para rebajarlos
y sentirse superiores. Pero es en la infancia donde todas estas cosas tienen su
origen. Aprendemos muy pronto que existe una norma y que todo lo que se desvía
de ella es nefasto. Hay que ser guapo y delgado porque si eres feo y gordo lo
vas a tener muy chungo en la vida. Y si eres una mujer, todo es mucho más
extremo. Desde que llevas pañales, tienes que escuchar cómo te llaman «guapa»,
«bonita», «qué mona es», «gordita», «qué mofletes», hasta que dejan de
llamártelo y te preguntas si te has vuelto invisible y ya nadie te quiere.
Todo
el mundo se cree con derecho a comentarte tus granos de acné, tus michelines o
tu ausencia de ellos, si eres alta o baja, tu postura, tus orejas, tus ojos
miopes… En la adolescencia, todo eso se agudiza, y las mujeres a las que no se
nos considera guapas somos terriblemente conscientes de todo lo que no somos,
porque el mundo se encarga de mentárnoslo constantemente. Vivimos como si nos
faltara algo, como si tuviéramos una tara y no estuviéramos completas.
Pero,
si por un momento nos olvidamos, toda la maquinaria de la publicidad se encarga
de recordárnoslo: las protagonistas de las vallas publicitarias, de los
anuncios de la televisión, de las revistas, de los prospectos de las medicinas
nunca son mujeres como nosotras. Esas criaturas etéreas, eternamente delgadas,
bellas, jóvenes nos recuerdan una y otra vez lo que no somos, lo que nos falta.
En las alfombras rojas, no importa los méritos que tengan unas y otras: las
guapas y delgadas y sonrientes son las únicas que existen.
Accidentalmente
se fotografía a alguna mujer normal, pero descuiden: antes fotografiarán a una
actriz de cuarta categoría con un vestido con escote que a una empresaria que
da trabajo a 500 trabajadores y que tiene una talla 44. Raramente hay mujeres
normales en el teatro, en las pantallas de cine, en la danza. El culto
a la belleza ha hecho más daño a la autoestima femenina que siglos de
patriarcado. Y sigue haciéndolo.
Una
canción de mi infancia me vuelve una y otra vez a la cabeza: «Al pasar la
barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero, yo no soy bonita
ni lo quiero ser…».
© XLSemanal
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