Por Loris Zanatta (*)
Donald Trump dijo que el socialismo promete prosperidad,
pero causa miseria; promete amor y unidad, pero trae odio y división; promete
un futuro mejor, pero conduce al lado más oscuro de la historia. Se refería a
Venezuela, Cuba, Nicaragua. Escuchándolo, se puede reaccionar de diferentes
maneras.
La primera es aplaudir a rabiar: bravo, viva, bis. La segunda es
silbar enfurecidos: maldito, imperialista, go home. La tercera, la mía y,
supongo, no solo mía, es sentir dolor y vergüenza. Dolor porque en esas
palabras hay mucha verdad, para aquellos que se miden con la historia como es y
no como les gustaría que fuera; vergüenza porque no me gusta ver una causa tan
noble -la libertad, la democracia- en manos tan poco nobles.
Se me ocurre recordar al expresidente estadounidense Ronald
Reagan: qué bruto, con sus groseras categorías maniqueas, ¡pero cuánto lo aman
todavía en Europa del Este! Cuando caiga el muro de Caracas y después el de La
Habana, me gustaría festejar como en Berlín en 1989. Pero no con una manada de
racistas mal disfrazados, mentirosos impenitentes, soberanistas endemoniados,
evangelistas fanatizados. Me gustaría que fuera un día de libertad, tolerancia,
cosmopolitismo; la víspera del renacimiento de sociedades abiertas y plurales.
Estas consideraciones triviales imponen otras más complejas:
¿qué tan importante es, para quienes creen en los valores de la democracia
liberal, contar con unos Estados Unidos fuertes, creíbles, coherentes,
prestigiosos? Y, por el contrario, ¿cuán nefasto resulta que la Casa Blanca
pierda prestigio y pisotee aquellos valores?
Hoy, muchos gritan contra la "injerencia
imperialista" en Venezuela; muchos otros festejan la decadencia de Estados
Unidos. A menudo se trata de las mismas personas. ¿Qué debemos pensar entonces
de Estados Unidos? ¿Es un país de imperialistas declinantes, de
intervencionistas moribundos? De las dos opciones hay que elegir una: perro que
ladra, por lo general, no muerde. La verdad es que todo este alboroto sobre el
imperialismo estadounidense en la era de Donald Trump es un sueño de aquellos
que no pueden vivir sin el enemigo. Si se lo mira bien, es más probable que el
actual presidente estadounidense pase a la historia como el que plantó los
últimos clavos en el ataúd del orden internacional liberal nacido después de la
Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos lo ha creado y dirigido; nadie mejor que
este mismo país puede enterrar ese orden.
Ese sistema se basa, o se basó, en unos pocos pero sólidos
pilares: hegemonía estadounidense, multilateralismo, difusión del modelo
liberal democrático y capitalista occidental. En los tiempos del Consenso de
Washington, hace treinta años, tocó el cenit, pero ya se sabe: alcanzada la
cima, comienza el descenso. Y así fue: los ataques de 2001 y las guerras posteriores,
la gran crisis de 2008, el ascenso de China, la redistribución del poder
económico y del peso demográfico en el mundo desde las potencias liberales
hacia las que nunca vieron el liberalismo son hechos más que suficientes para
explicar el ocaso del orden liberal, tanto a nivel mundial como en los tableros
regionales. La hegemonía de los Estados Unidos, el multilateralismo y la
democracia retroceden en todas partes, desde Oriente Medio hasta Europa, de
Asia a África y a América Latina.
Trump no es la causa de esa crisis; más bien es uno de sus
muchos efectos: si George W. Bush destrozó el multilateralismo con sus guerras
unilaterales y Barack Obama renunció a la hegemonía al no tolerar sus costos
económicos y políticos, a Donald Trump ambas cuestiones lo tienen sin cuidado:
en lugar del multilateralismo prefiere el bilateralismo, pensando que en los
foros multilaterales Estados Unidos es presionado y chantajeado por todos los
demás; en lugar de la hegemonía prefiere el "America First", es
decir, la retirada de escenarios remotos y arriesgados donde el ejercicio de la
hegemonía implica costos que Washington ya no quiere cargar. En cuanto a la
democracia, de ella tiene una idea muy poco liberal y le importa poco o nada:
los valores no son su mayor preocupación. Los días en que Bill Clinton
declaraba que la seguridad, la prosperidad y la democracia de los Estados
Unidos y del mundo se apoyaban mutuamente son ya una película vieja.
No diría que exista algo así como una "doctrina
Trump" de la política internacional. Un poco porque el presidente no es un
hombre de ideas (algo que se nota a simple vista), otro poco porque es un
hombre errático y, más que en ninguna otra cosa, está interesado en complacer a
los sectores de su electorado que en su momento le dieron apoyo. Incluso con
Venezuela parecería estar más impulsado por tales intenciones que por una
estrategia. Hay que reconocer que tiene algunos argumentos válidos. Estados
Unidos ha promovido un orden del cual las potencias emergentes -sobre todo China
y Rusia- se han beneficiado selectivamente: tomaron las libertades económicas,
rechazaron las políticas. Sin embargo, la solución, la renuncia a la hegemonía
multilateral, podría ser un remedio peor que la enfermedad: en un mundo de
unilateralismo conflictivo, una economía y una sociedad abiertas como la de
Estados Unidos corren el riesgo de desnaturalizarse más que ninguna otra.
¿Qué será del orden liberal? Escudriñar el futuro, hasta la
fecha, es arriesgado: el horizonte pinta negro. Pero no es raro que se den
escampadas inesperadas. La historia es tan impredecible como el clima: no hace
marcha atrás, pero tampoco avanza en línea recta. ¿Tendrán razón aquellos que
sostienen que Trump es un breve paréntesis y que el orden liberal volverá
pronto a orientar la política de los Estados Unidos? Lo dudo, pero no lo
excluyo.
No descarto tampoco que la bandera que ellos están arriando
pueda ser recogida por otros países: en Europa, en América Latina, ¿por qué no?
También podría ser que la "recesión democrática" de nuestros días nos
vacune para el futuro: nada como las terapias populistas convencerá a tantos de
que la vieja democracia liberal no era tan mala. De hecho, hay lugares donde
esto ya comienza a suceder. ¿Y si en una década las democracias dejaran de temer
al populismo y el populismo temiera a las democracias? ¿Si los chinos, los
rusos, los turcos y tantos otros estuvieran llamando a las puertas de sus
regímenes reclamando democracia? No sé cómo será el orden liberal del futuro.
Sé que necesita que Estados Unidos sea diferente de lo que actualmente es con
Donald Trump. De todos modos, no estaría tan seguro de que el futuro orden
internacional vaya a ser confuciano.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
©
La Nación
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