Por Mario Vargas Llosa |
Menos mal que el martirio de
Venezuela parece llegar a su fin, gracias al nuevo ímpetu que han inoculado
Juan Guaidó y otros jóvenes dirigentes a la resistencia.
Parece imposible, ¿no es cierto?, que una dictadura
rechazada por todo el mundo democrático, la OEA, la Unión Europea, el Grupo de
Lima, las Naciones Unidas y, cuando menos, por tres cuartas partes de su
población, pueda sobrevivir a esta última arremetida de la libertad con la
proclamación, por la Asamblea Nacional de Venezuela (el único organismo más o
menos representativo del país), de Juan Guaidó como presidente encargado de
convocar nuevas elecciones que devuelvan a la nación la legalidad perdida. Y,
sin embargo, el tirano sigue todavía allí. ¿Por qué? Porque las Fuerzas Armadas
aún lo protegen y han tendido un escudo protector en torno suyo. Los hemos
visto, allí en la televisión, a esos generales y almirantes empastelados de
medallas, mientras el ministro de Defensa, general Vladimir Padrino, juraba
lealtad al régimen espurio. Lo que explica esta supuesta lealtad no son
afinidades ideológicas. Es el miedo. El recurso del que se valió Chávez, y que
continuó Maduro con esta cúpula militar para asegurar su complicidad, fue
comprarla, entregándole prácticamente el negocio del narcotráfico, de tal
manera que buen número de estos oficiales se han hecho ricos y tienen sus fortunas
en paraísos fiscales. Pero casi todos ellos están fichados internacionalmente y
saben que, cuando caiga el régimen, irán a la cárcel. Las promesas de amnistía
que les ha hecho llegar Guaidó no los tranquilizan, porque sospechan que no
valen fuera del territorio venezolano, y sus sucias operaciones están
perseguidas y serán penadas por tribunales internacionales a lo largo y ancho
del planeta.
¿Pero por qué no se rebelan, entonces, contra la tiranía de
Maduro esos jóvenes oficiales —tenientes, capitanes— y soldados a los que
golpea la atroz crisis económica igual que al resto de la población venezolana?
Por una razón también muy simple. Por la vigilancia estricta e implacable que
ejercen sobre las Fuerzas Armadas de Venezuela los técnicos y profesionales de
Cuba, a quienes el comandante Chávez entregó prácticamente el control de la
seguridad militar y civil del régimen que implantó. Se trata de algo sin
precedentes; un país renuncia a su soberanía y entrega a otro el control total
de sus Fuerzas Armadas y policiales. Y los comunistas, como ha sido comprobado
hasta la saciedad, arruinan la economía, destruyen las instituciones
representativas, regimentan y aplastan la cultura, pero han llevado la censura
y la represión de toda forma de insumisión y rebeldía a poco menos que la
perfección artística. No olvidemos que todas las instituciones militares
venezolanas han sido sometidas a purgas sistemáticas y que hay varios cientos
de oficiales expulsados o encarcelados por no ser considerados “seguros” para
la dictadura.
Sin embargo, la URSS se desplomó como un castillo de naipes,
y también sus satélites centroeuropeos se desmoronaron y hoy día son verdaderos
baluartes contra aquel régimen que había prometido bajar el paraíso a la tierra
y más bien creó las peores satrapías que conoce la historia. El régimen de
Maduro se ufana de la protección que le prestan dictaduras como la rusa, la
china, la turca, y la solidaridad de otras tiranías latinoamericanas como Cuba,
Nicaragua o Bolivia. Vaya compañeros de viaje, para quienes vale el famoso
refrán: “Mira con quién andas y te diré quién eres”. En el caso de Rusia y de
China, ambos países han hecho préstamos tan extravagantes a la dictadura de
Maduro —que sólo sirvieron para agravar la corruptela reinante— que temen, con
muchísima razón, que jamás podrán cobrarlos. Lo tienen bien merecido: querían
asegurarse fuentes de materias primas fortaleciendo económicamente a una tiranía
corrupta y lo más probable es que terminen siendo también parte de sus
víctimas. La fiera que va a morir se defiende con uñas y dientes y no hay duda
que el régimen, ahora que se siente acorralado y presiente su fin, puede causar
mucho dolor y derramar todavía más sangre inocente. Por eso es indispensable
que los países e instituciones democráticas internacionales multipliquen la
presión contra el Gobierno de Maduro, extendiendo los reconocimientos a la
presidencia de Juan Guaidó y a la Asamblea Nacional, y logrando el aislamiento
y la orfandad del régimen a fin de precipitar su caída antes de que haga más
daño del que ha causado a la desdichada Venezuela.
El secretario general de la OEA, Luis Almagro, lo ha dicho
con claridad: “No hay nada que negociar con Maduro”. Todos los intentos de
diálogo se han visto frustrados porque la dictadura pretendía utilizar las
negociaciones sólo para ganar tiempo, sin hacer la menor concesión, y
conspirando sin tregua, gracias a la ayuda que le prestaban gentes ingenuas o
maquiavélicas, para sembrar la discordia entre las fuerzas de oposición. Las
cosas han ido ya demasiado lejos y la primera prioridad es ahora acabar cuanto
antes con la dictadura de Maduro a fin de que se convoquen elecciones libres y
los venezolanos puedan por fin dedicarse a la reconstrucción de su país.
La movilización del mundo democrático, empezando por los
países occidentales, ha sido algo sin precedentes. Yo no recuerdo haber visto
nada parecido en los muchos años que tengo. Al mismo tiempo que diversos
gobiernos, empezando por los Estados Unidos y Canadá y los principales países
europeos, reconocían a Guaidó como presidente, la Unión Europea, la OEA, las
Naciones Unidas y todos los países democráticos latinoamericanos, con excepción
de Uruguay y México (algo previsible), rompían con la dictadura y se
movilizaban a fin de apresurar la caída del régimen sanguinario de Maduro. No
hay que olvidar, en estos momentos en que por fin se ve una luz al final de
este largo camino, que nada de esto hubiera sido posible sin el sacrificio del
pueblo de Venezuela, que, si en un primer momento se rindió a los cantos de
sirena de Chávez, luego reaccionó con ejemplar valentía y ha mantenido todos
estos años su resistencia, sin dejarse amilanar por la ferocidad de la
represión.
Gracias Julio Borges, María Corina Machado, Leopoldo López,
Lilian Tintori, Henrique Capriles, Antonio Ledezma, Juan Guaidó y los miles de
miles de mujeres y hombres que los siguieron todos estos años demostrando en
las calles, y en los calabozos y en el exilio, que América Latina ya no es,
como en el pasado, tierra de sátrapas y de ladrones, y que un pueblo que ama la
libertad no puede ser indefinidamente encadenado. Algún día, no lejano, un
retoño de uno de esos grandes escritores que ha dado ya Venezuela a nuestra
lengua escribirá esa gran novela tolstoyana sobre lo que ocurrió y está
ocurriendo allá. Y el final será, por supuesto, un final feliz.
©
El País (España) / ©
Mario Vargas Llosa
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