Por Fernando Savater |
¿Qué podemos decir que no haya sido expresado ya
con más autoridad y experiencia? Sin embargo, ¿cómo callar ante el reto de esta
devastación íntima, tan imposible como no emitir una queja o una dolorida
protesta, por tópica que sea, al sufrir una quemadura o un desgarramiento
mutilador? Esos textos inevitables suelen empezar así: “El día que llegué a
Auschwitz…”.
No era peor de lo que me esperaba, como me avisaban
los agoreros, ni desde luego mejor sino real. Todo estaba allí, con la
mansedumbre terca y finalmente agresiva de las cosas, que no se desvanecen como
los relatos, las películas, los fantasmas. Las cosas absurdas pero implacables:
toneladas de pelo cortado que llenan un almacén, montañas de zapatos precedidos
por varios pares infantiles como ratoncitos curiosos, y miles de cepillos,
maletas, latas de betún… Restos humanos de la inhumanidad, lo desechado.
Bandadas de adolescentes gorjean por las salas del horror, divertidos sin poder
remediarlo, benditos sean. Sus maestros intentan explicarles… ¿qué?
Lo cuenta Primo Levi: en la escudilla en que les
servían su mísera sopa, unos raspaban su número, otros su nombre, y un francés
grabó: “Ne pas chercher à comprendre”. No intentar comprender lo
incomprensible: la última protesta de la razón humanista que defiende su
cordura negándose a “dialogar” con el exterminio.
© El País (España)
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