Jacques Derrida, padre del deconstructivismo |
A Graciliano Ramos, escritor brasileño, autor de
una novela que debería figurar en el Antiguo Testamento, la titulada Vidas secas, lo
detuvieron varias veces cuando era un joven periodista. A cada poco, lo
prendían y le daban tremenda paliza. Él preguntaba por qué, y le gritaban:
“¡Por comunista, cabrón!”.
Pero Graciliano Ramos no era comunista ni cabrón.
Hasta que llegó un día, más que maltrecho por la paliza, en que decidió hacerse
comunista. Pensó: “Si me están martirizando por ser comunista, por lo menos
tener el carné de comunista”.
No tiene nada que ver, que me perdone Graciliano
Ramos, que en paz descanse, pero yo a finales del siglo pasado me hice
deconstructivista. No fue por maltrato ni por represión. Era, eso sí, la
“paliza” intelectual de moda. La primera gran corriente crítica en los flujos
del pensamiento globalizado. La deconstrucción arrasaba en el mundo
universitario, sobre todo en Estados Unidos. Si me hice deconstructivista fue
por incoherencia, confusión, desasosiego y pura contradicción. No tenía ni
tengo idea de en qué consiste de verdad el deconstructivismo. Es decir, era un
auténtico deconstructivista cuando me ponía a deconstruir. Casi tanto como
Derrida, su creador.
Jacques Derrida, un judío
francés nacido en Argelia, es tal vez el filósofo más citado de
nuestro tiempo. A su pesar. Era muy autocrítico, alérgico a la fama, y la
hubiera deconstruido de buena gana. Cuando falleció, año de 2004, vino en su
ayuda un deconstructivista obituario publicado en The New York Times y en el que, cosa rara en el
género, quedaba bastante mal parado. Iba en la línea desmitificadora en la que
antes se había pronunciado George Steiner. Una mezcla de bluff, charlatanería y de juego retórico absurdo al
estilo de los poemas dadaístas. El deconstructivismo sería algo así como una
gran broma antiacademicista que había seducido a muchos académicos. De hecho,
hubo una reacción furibunda contra el obituario de The New York Times, hasta el punto de que el influyente
gran diario tuvo que encargar, de manera excepcional, una segunda nota
necrológica en la que Derrida era despedido como un señor filósofo.
Sin querer, la anécdota de los dos obituarios de
Derrida explica de manera sencilla la óptica del deconstructivismo. Por una
parte, de qué pie cojeaba el pollo. Por otra, era un muchacho excelente.
Debería ser una pauta en el periodismo, la de publicar dos obituarios
contrapuestos. Incluso una misma persona podría escribir las dos notas
necrológicas. No hay nada fuera del texto, decía Derrida. Todo es texto. Un
libro, una ciudad, una vida. Sí, la vida es un texto. Pero un texto a
interpretar, con varios significados, donde buscar lo otro, lo diferente. Donde
rastrear las huellas de lo que se escapa.
Para el buen ojo deconstructivista, lo más
interesante de un libro, de un texto, de una vida serían las erratas. Como los
lapsus en el habla. Algo de razón tiene esa manera de escudriñar en la
diferencia, de búsqueda freudiana del tornillo perdido, como la tenía aquel
multado por infracción que le aclaró a la autoritaria autoridad: “Usted me
pondrá la multa, pero no puedo pagar, ¡yo soy disolvente!”. Derrida gozaría con
ese desliz. Podría dar una lección de confusión magistral sobre polisemia,
contexto, represión, en el día de gracia en que el “insolvente” se declaró
“disolvente”.
La vida es un texto con erratas, matices y
contradicciones. Cuando se borra o desaparece el rastro de esas huellas, cuando
se presenta la “verdad” como una línea recta, en un solo sentido,
unidimensional, algo muy preocupante está pasando. Con la imaginación y la
ironía, el deconstructivismo era, en el fondo, constructivista. Enriquecía la
mirada. Hacía visible lo invisible. Jacques Derrida inventó el término
deconstrucción o deconstructivismo como transgresión del concepto de
“destrucción”.
Todo está en el texto, decía Derrida, y tenía
razón. ¿Cómo son los textos que hoy dominan el mundo, cómo se expresan los
poderosos? Veamos lo ocurrido con el abandono del tratado para el
desarme nuclear clave o INF (Intermediate-Range Nuclear Forces).
El lenguaje que se utiliza tiene todas las huellas del autoritarismo. Se
corresponde con un tiempo de destrucción, de una nueva “guerra fría” que nos
puede dejar achicharrados. Mensajes breves, elementales, viscerales, sin
argumentos. Sin erratas. Tuits apodícticos, es decir, que no esperan respuesta.
Es muy difícil argumentar contra algo que se impone sin argumentos. Y ese es el
estilo que los grandullones enseñan a los pequeños y los pequeños copian de los
grandullones.
Y luego se extrañan de que los “insolventes” se
declaren “disolventes”.
© El País Semanal
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