Por James Neilson |
Tal vez la situación sea distinta en
países como China que están desarrollándose con rapidez
impresionante, pero en el mundo ya rico predomina el pesimismo, la sensación de
que el futuro será peor que el pasado, de ahí la voluntad de tantos de que todo
cambie.
El que
mejor ha aprovechado el clima anímico que se difundió en los años que siguieron
a la convulsión financiera de 2008 es Donald Trump. Como paladín de aquellos
norteamericanos que sienten que su país se les ha vuelto irremediablemente
ajeno, es el padrino de todos los movimientos “populistas” que están
reestructurando el panorama político a lo largo y ancho del mundo occidental.
Entre
los más perjudicados por lo que encarna el magnate han sido los viejos partidos
socialistas de Francia, Italia y Alemania. Antes casi hegemónicos, hoy en día
parecen estar en vías de extinción. Con todo, a pesar de tales desastres, y del
ejemplo nada alentador brindado por el “socialismo del siglo XXI” en Venezuela,
hay un país en que muchos militantes izquierdistas enfrentan el futuro con
optimismo exuberante.
Por
raro que parezca, se trata de Estados Unidos donde, gracias en buena medida a
la agresividad y arbitrariedad de Trump, izquierdistas de diverso tipo se las
están arreglando para apoderarse del Partido Demócrata y confían en que uno de los suyos podrá
mudarse a la Casa Blanca luego de ganar las elecciones presidenciales del año
que viene.
En tal
caso, Trump podría ufanarse de ser el máximo responsable no sólo de las hazañas
de la nueva derecha en Europa, sino también de las que en los años próximos
podría anotar la izquierda en su propio país. Para los europeos, en especial
los que pertenecen a lo que queda de la clase obrera o la clase media marginal
que se habían acostumbrado a apoyarlo, el socialismo fracasó, es el pasado;
para una minoría creciente de norteamericanos, es algo nuevo y por lo tanto
atractivo.
Será
por tal motivo que, con muy escasas excepciones, los presuntos
presidenciables demócratas se ubican bien a la izquierda de Hillary Clinton e incluso
de Barack Obama. Algunos, como la californiana Kamala
Harris –una de las muchas mujeres que ya se han postulado para asumir
el mando del país más poderoso del planeta–, quieren estatizar por
completo el caótico y costosísimo sistema de salud, perdonar las deudas
colosales que han acumulado los estudiantes universitarios, obligar a los ricos
a pagar impuestos draconianos y llevar a cabo una revolución verde que
virtualmente eliminaría el uso de combustibles fósiles dentro de diez años. Y,
con el presunto propósito de jorobar a Trump que, como los demócratas mismos
cuando Obama estaba en el poder, se opone a la entrada descontrolada de
millones de inmigrantes, los más combativos reclaman una política de fronteras
abiertas.
Entre
los radicales más influyentes en el Partido Demócrata está la congresista más
joven de la historia de su país, la neoyorquina Alexandria
Ocasio-Cortez, de 29 años. Aunque a juzgar por lo que dice, la
legisladora dista de estar bien informada y sus frecuentes meteduras de pata
divierten enormemente a sus adversarios, muchos ven en ella la nueva cara del
progresismo estadounidense y prevén que, después de adquirir más conocimientos,
podría desempeñar un papel significante en la vida pública de la superpotencia.
El
gurú actual de Ocasio-Cortez y la persona que, es de suponer, se encargará de
su formación, es el senador Bernie Sanders, el que perdió ante
Hillary Clinton en la interna demócrata de 2016. En aquel entonces, los
operadores del partido lo hicieron tropezar porque creían que era
demasiado izquierdista para Estados Unidos, un país en que –como en la
Argentina–, la mayoría nunca se ha sentido atraída por el credo socialista,
pero parecería que la debacle protagonizada por Hillary frente a Trump ha privado
a la vieja guardia de su veto tradicional.
Por
cierto, a los moderados que privilegian los consensos y buscan congraciarse con
sectores amplios de la población no les sería del todo fácil frenar el avance
del ala izquierda que cuenta con el apoyo entusiasta de legiones de
estudiantes que son partidarios fervorosos de lo políticamente correcto y
atacan con virulencia y hasta con violencia a quienes no comparten todos sus
prejuicios.
Trump
coincidirá con los demócratas moderados en cuanto a las posibilidades
electorales de un eventual candidato radical, aunque, claro está, preferiría no
tener que enfrentarse con un moderado que no asusta a nadie. Por su propia
experiencia, sabe que hay una diferencia muy grande entre las internas
partidarias y las elecciones generales. Consiguió la nominación
republicana contra la voluntad de los jerarcas del partido merced al respaldo
popular. Cree que si los demócratas, presionados por las bases, optan
por un candidato que podría acusar de extremismo, tendrá asegurada la reelección.
También
se vería beneficiado por los esfuerzos de los aspirantes demócratas por
complacer a quienes están pidiendo reformas drásticas. Para aplacar a los
activistas, asumen posturas que antes les parecían negativas, transformándose
de conservadores tibios en progresistas vehementes. Desgraciadamente para tales
camaleones, hoy en día es maravillosamente fácil desenterrar evidencia de
pecados ideológicos y, en ocasión, personales cometidos cinco, diez, veinte o
treinta años atrás. Aunque Trump mismo se ha mostrado capaz de
sobrevivir a las denuncias más escabrosas, los demócratas están pasando por una
fase puritana y por lo tanto son menos tolerantes cuando es cuestión
de los deslices de sus dirigentes.
Así,
pues, una favorita de los halcones izquierdistas, la senadora Elizabeth
Warren, tendría que superar el baldón que le supone haber fingido ser de
ascendencia india, en su caso Cherokee, para disfrutar de las ventajas
sustanciales que en Estados Unidos se otorgan a los integrantes de minorías
étnicas; según una prueba de ADN a la que se sometió, a lo sumo tendría una
pequeñísima gota de sangre indígena. A Trump le encanta mofarse de la senadora
que sueña con desplazarlo; siempre la llama Pocahontas, el nombre de la hija de
un jefe de una tribu de indios que habitaba Virginia que, a comienzos del siglo
XVII, se casó con uno de los primeros colonos ingleses, lo que le mereció un
lugar destacado en los libros de historia norteamericanos. Huelga decir que, si
Warren obtuviera la nominación demócrata, Trump y sus simpatizantes usarían el
apodo burlón para que su campaña resultara ser una farsa.
Ahora
bien, no es difícil entender el interés repentino de los demócratas
norteamericanos en recetas izquierdistas para solucionar o, por lo menos,
atenuar los muchos problemas de su país. Lo mismo que en Europa, se ha
ensanchado la brecha económica que separa a los muy ricos de los demás, las
incesantes innovaciones tecnológicas motivan más inquietud que esperanza y
propende a intensificarse el desprecio que las elites sienten por quienes no
respeten los valores a su juicio progresistas que reivindican.
Aunque
en Estados Unidos, como en Europa, los más fascinados por las ideas
izquierdistas propenden a ser los retoños de familias relativamente adineradas,
mientras que son cada vez más los plebeyos que adoptan actitudes denostadas
como derechistas, los demócratas apuestan a que la conducta errática de
Trump, además de promesas de subsidios de todo tipo, les permita obtener los
votos que necesitarían para expulsarlo de la presidencia.
Desde
hace muchos años, los estrategas demócratas están procurando construir una gran
coalición arco iris conformada por minorías que se suponen víctimas del sistema
imperante, aseverándose solidarios con una multitud de grupos: negros, hispanos,
musulmanes, feministas, homosexuales y transexuales. Creen que, sumados, les
asegurarán una cantidad insuperable de votos.
En
cuanto a los blancos que aún constituye al menos la mitad de la población,
podrán hacer su aporte si se arrepienten y colaboran con el esfuerzo por
depurar la sociedad de las consecuencias de los siglos de opresión racista y
sexista que según los ideólogos está en la raíz de todos los problemas sociales
de su país. Se trata de un rol que muchos que ocupan lugares clave en los medios
y el mundo académico están más que dispuestos a cumplir.
Los
muchos blancos de la clase media acomodada que sienten culpa por los crímenes
que atribuyen a sus congéneres de generaciones anteriores son los militantes más eficaces de la “política
de la identidad” que se ha amalgamado con una versión del socialismo para crear
la ideología que está ganando terreno en el Partido Demócrata. ¿Podrían
exportar a América latina lo que están fraguando? Puesto que modas que
originaron en las universidades norteamericanas, como las del “yo también” de
los feministas, del “matrimonio igualitario” y de la corrección política,
pronto produjeron copias en la región, es de suponer que el neoizquierdismo
norteamericano tendrá cierto impacto, aunque por ser tan diferentes las
circunstancias sorprendería que cambiara mucho.
© Revista Noticias
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